Pasado el asombro inicial, la fiebre GOTY y los halagos desmesurados, a nuestros amigos de Telltale se le ha golpeado duramente con una crítica constante: que toda su narrativa es mero humo, fantasmagoría y palabrería. Que las decisiones morales que tomamos en sus juegos no importan para nada, ¿y dónde está la gracia, entonces?
De esto han hablado hasta los desarrolladores del maravilloso Kentucky Route Zero, y tantas otras voces que miran con reprobación y afirman estar fuera del taimado influjo de Telltale. Recientemente ha llegado a nosotros un juego que pone sobre la mesa una propuesta decidida a «remediar» ese problema. En Always Sometimes Monsters de Vagabond Dog parece que lo han conseguido: las decisiones morales sí importan. Todo lo que hagamos tiene una consecuencia directa en el juego, en nuestros objetivos, y además apelan directamente a lo más empírico que puede haber para cualquier de nosotros: el dinero. Dinero y ética están a menudo reñidos en el juego, y necesitamos el dinero para recuperar el amor, que es lo que nos importa a todos en la vida, ¿verdad? Positivismo puro y duro, nada de ambigüedades o misticismos telltalianos.
¿Y cómo enlaza esto con el jugador? Porque en el momento en que un juego nos vende ese enfoque en las emociones, en la búsqueda de la realización personal, adquiere un compromiso ineludible, que es el de tratar de que sintamos. Del mismo modo que nosotros aceptamos y firmamos gustosos el pacto de ficción, siendo permisivos con esos elementos cuestionables que cada género necesita para que sus engranajes giren, también un título así se compromete a encontrar los puntos clave de nuestra sensibilidad. Pero convertir las decisiones morales o los dilemas éticos en simples herramientas, mecanismos que aprendemos y ante cuyas supuestas repercusiones acabamos inmunizándonos, supone tratar de darle la vuelta a la tortilla pero dejarla pegada en el techo en el proceso.
Always Sometimes Monsters cae en ese error del utilitarismo. Malinterpreta el concepto de «madurez» (tan difícil de manipular, con tantas aristas que pueden cortarnos) al enfrentarnos a temas supuestamente poco explorados en el mundo del videojuego, como pueden ser «la homofobia, la salud mental, el asalto sexual o el suicidio», pero deja a un lado el ingrediente inherente y necesario dentro del mundo adulto: la implicación. Si nos volvemos adultos es porque comenzamos a preocuparnos, a examinar escenarios posibles de un mismo problema con ojo crítico, a sufrir por lo que hacemos y por el conjunto de universos posibles que desechamos. El dilema ético en Always Sometimes Monsters es una decisión de un único momento, poco menos que apostar al rojo o al negro. Necesitamos dinero, y para conseguirlo podemos convertir a ese pobre chucho vagabundo en un perro de pelea o devolverlo a su sufrida dueña y cobrar la recompensa. No hay una implicación a largo plazo, precisamente porque el objetivo se presenta justo al otro lado de la valla, a la vista. Se nos plantea la obligación, más que la elección, de resolver la ecuación como mejor nos parezca, con total inmediatez. Las consecuencias se desdibujan y se limita su importancia. Poco nos importa que un tipo cualquiera se haya suicidado después de conversar con él si hemos conseguido esos doscientos dólares que tanta falta nos hacían. ¡Si es que no lo conocíamos!
¿Es realmente útil acariciar a Marvin en Gods Will Be Watching? ¿Sirve de algo conocer un poco más sobre la relación entre sus personajes, sus reflexiones aparentemente banales? No cabe duda de que en el juego de Deconstructeam las decisiones éticas importan en cuanto a mecánica (hay equivalentes numéricos, respuestas directas que validan cada acción que elijamos), pero al mismo tiempo existe todo un mundo a su alrededor que parece accesorio… sin serlo. Valores añadidos, que diría un publicista, intangibles, que revolotean a nuestro alrededor y se quedan atrapados en la tela de araña de nuestro cerebro, componiendo aun fuera de nuestra voluntad toda una red de significado. Y, sí, también de emociones.
Volviendo a Telltale y su marca de la casa: desde el momento en que aceptamos las reglas, el hecho de que el final está prefijado (al fin y al cabo no estamos en un sandbox), entendemos el auténtico valor de esas conversaciones «sin objetivo». De la importancia de tejer un tapiz de relaciones y convertirnos en la persona que queremos ser mientras caminamos hacia un objetivo que será inexorable de un modo u otro. Las decisiones no son decorativas; suponen una apuesta por establecer esa dialéctica de la emotividad, el auténtico discurso del juego. Pueden conectar mejor o peor con el jugador, y es que en esto no hay normas (y cuando The Walking Dead intenta tirar por lo fácil, por la manera sencilla y tramposa de llamar a nuestros sentimientos, se estrella como en All That Remains), pero no cabe duda de que tienen una intención y un objetivo, más interno que externo
¿Preferimos decisiones que importen o que nos importen? Porque pocas cosas nos afectan en Always Sometimes Monsters. Ese aderezo tan necesario que comentaba arriba no se encuentra. Las dificultades que se nos plantean como reflejo del mundo real se convierten en simples herramientas (poco se diferencian de las de cualquier RPG fantástico) y el mensaje no cala más allá, tras conseguir su objetivo. El mensaje, en cambio, en The Walking Dead pierde mecánica, utilidad, dicen algunos; y como jugadores a veces nos sentimos incómodos ante esto, enseñados como estamos a demandar una recompensa evidente ante una acción. Al final, no basta con considerar que «la virtud está en el medio»; cada propuesta de dilema moral, cada enfoque, deben ir dirigidos a moldear más y más el medio, experimentando, buscando el eco, en lugar de dar vueltas alrededor de nuestra zona de confort.