En la madrugada del 8 de marzo de 1992, unos tales Fox Mulder y Dana Scully, dos agentes del FBI en su primera investigación como compañeros, fueron víctimas de una extraña distorsión temporal mientras atravesaban en coche los bosques de Oregon. Una alteración en la estática de la radio, un malestar repentino… y unos segundos de tiempo, de vida, inexplicable e irremediablemente perdidos para siempre. Con muchas posibles respuestas tras ello.
Aquella escena fue una de las primeras veces en las que se nos mostró la dicotomía creyente – escéptico que vertebraría The X-Files a partir de aquel momento: el entusiasmo pueril de Mulder contrasta a las claras con la actitud reticente, casi molesta, de su compañera, ante un evento que no está dispuesta a atribuir tan fácilmente a lo sobrenatural. En numerosas ocasiones a partir de entonces se enfrentarán los dos agentes a anomalías temporales de todo tipo, encuadradas en los dilemas habituales de la ciencia ficción: la circularidad, la causalidad, la visión fenoménica, las paradojas clásicas cuyo sentido empieza y termina en ellas mismas. También como norma en la serie nos encontramos una hibridación de respuestas, pensadas para que nosotros mismos escojamos la que más nos convenza… o ninguna de ellas. Lo sobrenatural está presente en The X-Files en la misma medida en que una misteriosa mano del gobierno maneja los hilos, ya sea mediante experimentos militares o alianzas promovidas por exacerbadas fantasías de poder.
El estudio californiano Night School parece haberle tomado la medida a esta estructura equisófila a la perfección. La historia que nos presenta en su debut, el muy esperado Oxenfree, no desentonaría en absoluto como un capítulo autoconclusivo en cualquiera temporada de The X-Files, especialmente si dejamos a un lado la visión de Mulder y Scully y nos centramos en quienes se ven envueltos en el fenómeno en cuestión. Un puñado de adolescentes, por lo que sabemos uno de los grupos humanos más propensos a ser visitados por entes de otra dimensión, o a caer en las redes de un experimento secreto que se ha salido de sus raíles.
Es el azar el que desencadena los acontecimientos de esta aventura. La protagonista, Alex, cede a la propuesta de su mejor amigo Ren de investigar unas cuevas misteriosas, situadas en una isla a la que han acudido, junto a su grupo de amigos, para pasar una noche de fiesta en la playa. Alex lleva consigo su inseparable radio, y Ren le pide que trate de sintonizarla junto a unos cairns que se encuentran a la entrada de la gruta; con ello podrán escuchar extrañas psicofonías, o eso le han dicho. Lo que provoca una acción tan inocente, sin embargo, va mucho más allá de lo que ninguno esperaba y cambiará para siempre sus vidas… y quizás las de aquellos que han dejado atrás.
El devenir del tiempo, el pasado y sus alteraciones, no son lo único referente a esta dimensión relevante para la narrativa; la otra cara de la moneda, lo atemporal, tiene un gran peso a la hora de presentar a los personajes. Nuestros protagonistas (Alex, su medio hermano Jonas, Ren, y las chicas Clarissa y Nona) se sitúan en esa tierra de nadie que es la adolescencia, sin más etiqueta que ésa. Sin necesidad de acotar o contextualizar más. No hace falta. Sí, podemos intuir en qué año nos encontramos haciendo cuentas, una vez hallamos cierta información, pero no es algo importante ni determina actitudes o comportamientos. Ni siquiera el hecho de emplear un objeto anacrónico como la radio, fundamental para resolver puzles y misterios, nos produce extrañamiento. La identificación con ese yo juvenil toca las cuerdas exactas; aun estando para algunos más lejano y para otros menos, funciona a la perfección como punto de conexión genérico. Da igual en qué momento hayamos crecido o qué canciones del verano hayamos escuchado: todos somos el mismo adolescente, todos hemos sido esos chavales con ganas de fiesta en la playa en algún momento de nuestras vidas. Oxenfree está más cercano a Stand by Me (1986), a sus diatribas y los universales miedos frente la intersección de caminos, que a The Goonies (1985), película con la que se ha visto comparado muchas veces antes del lanzamiento.
La construcción de personajes, los ingeniosos diálogos y el excelente voice acting, son lo que más brilla en un título con poco retos (los puzles se cuentan con los dedos de una mano y no entrañan dificultad), en el que en ocasiones la historia flaquea o no termina de aclararse consigo misma. Las pinceladas oníricas nos recuerdan a The Twilight Zone, y el tenebrismo que acompaña cada uno de los cautivadores escenarios, reforzado por la inquietante banda sonora de Scientific American, remite a series como la Choky (1984) de ese John Wyndham que dejó los trífidos para pasarse a los niños siniestros. Se advierte el esfuerzo en el conjunto y es sin duda meritorio, pero no todo termina de encajar o de resultar sólido en el planteamiento. La resolución final, no obstante, suple notablemente el bajón de ritmo del último tercio. O al menos la resolución canónica, por así decirlo. Oxenfree nos sorprende presentando varios finales con interesantes diferencias entre sí, en función de las elecciones que hayamos tomado en momentos clave, que ya han dado mucho que hablar en los foros y permiten especular y esbozar teorías. Como comentábamos antes, en la línea de lo que tantas veces hizo The X-Files, no tenemos una sola respuesta: podemos elegir con qué versión quedarnos, o qué retazos tomar de una y de otra para componer nuestra explicación.
Oxenfree quiere dialogar con nosotros, más que llevarnos de la mano. Nos permite decidir el destino de los personajes con la misma sutileza con la que presenta su misterio y sus respuestas, pese que la búsqueda de lo emocional le lleve a caer a veces en lo melodramático. Termina dando un golpe en la mesa, algo más que una simple sorpresa final: se intuye que estamos ante una rúbrica con la que Night School quiere dejar claro cuál será el estilo de su producción, sin duda muy prometedora una vez alcance mayor madurez.