El mercado nos ha olvidado. ¿Acaso somos ya irrelevantes? ¿Ha llegado la hora de nuestra muerte y ningún doctor nos lo ha pronosticado con tiempo? ¿En qué momento exacto, dime, en qué fotograma puedes pararte para enseñarme cómo se me rompe el corazón? Ahora que ya no estamos solo nosotros aquí, en esta habitación, ajenos al mundo, te vas, te expandes, huyes entre mis dedos como si fueses arena, agua, aire que ya ni puedo agarrar ni ver. Oh, ¿por qué, videojuego? ¿Por qué prefieres a PewDiePie antes que a mí?
Muchas veces hablamos desde nuestro punto de vista para quejarnos, alabar, amar u odiar a los videojuegos. Los videojuegos, la idea platónica de estos. Un ente que mezcla tanto una industria, como una serie de obras, como un grupo de gente que escribe sobre (los medios) o juega a (las comunidades). Entonces miramos y decimos frases como: «los videojuegos ahora son más fáciles». La frase no solo se refiere a la serie de obras, sino que también envuelve a la industria y a la gente que escribe sobre y juega a. Porque en la frase «los videojuegos ahora son más fáciles», el videojuego no tiene nada que ver.
Tengo que ver yo, como jugador de. Yo y mi experiencia, mi largo recorrido en los videojuegos. Mi visión sobre los mismos, quizá mi incomprensión para entender su cambio, su evolución hasta nuestros días. Y como yo llevo con ellos tanto tiempo, no entiendo por qué no siguen siendo la mascota que una vez fueron. Mi mascota. Sin embargo, nadie le pregunta a los videojuegos por qué ahora hace más caso a los llamados niños-rata que a mí.
Llevamos ya bastante tiempo luchando por la inclusión no solo femenina, sino también homosexual o trans, incluso con problemas de raza (ya sea afroamericana o nativos americanos), pero seguimos despreciando a una parte del consumidor presente. Por supuesto, intentar comparar la problemática del desprecio hacia las mujeres y su minusvaloración con la cantinela repetitiva de odio hacia los niños-rata es como defender a la gente fea en un tribunal pro-eugenesia que pretende esterilizar a todos los lisiados (esta comparación no es muy acertada: quiero decir que la situación de los niños-rata tampoco es tan mala, al menos ellos pueden crecer y ser desarrolladores de videojuegos sin que se vea como un logro de la socialdemocracia). Pero alguien tiene que salvar a aquellos que no tienen pinta de necesitar ser salvados.
La arrogancia con la que se trata al niño-rata es más una cuestión generacional incrustada en nuestro ADN que una sostenida por motivaciones reales: la generación superior siempre ve en la que le precede el fin del mundo, el apocalipsis definitivo. Y da igual que estos acaben de descubrir los videojuegos con una Game Boy o jueguen al Minecraft y sean fan de youtubers, siempre serán el mal para aquellos más viejos. Pero, quizá, más allá de nuestros cromosomas heredados, haya un motivo para el desdén y la repulsa que provocan. Son, por un lado, nuestro memento mori, pero también los usurpadores de nuestro trono.
Ya se ha mencionado en todos lados que una de las motivaciones del Gamergate era, seguramente, perder la centralidad del discurso. El videojuego se está extendiendo más allá de unas fronteras que creíamos cerradas (ahora hay juegos pensados para hardcoretas, algo que hace 20 años eran todos los juegos ¿o quizá no?) y abordando otro tipo de público. Puede que las madres, los abuelos y esa gente que ves en el transporte público jugando al último free to play sea un porcentaje pequeño. Pero tú eres más listo, tú sabes más. Tú llevas los videojuegos en la sangre. Solo que ya no eres único.
El mercado ha encontrado un nuevo sujeto que tiene dinero y está dispuesto a gastarlo. Así que va a hacer todo lo posible por explotarlo hasta que reviente o se quede viejo, como tú, y llegue alguien nuevo al que le haga gracia un nuevo juguete y esté dispuesto a gastarse las perras en él. O las perras de sus padres. Porque así es el mercado, un monstruo devorador que no se amilana ante tus quejiditos, siempre encuentra a alguien más que esté dispuesto a desvivirse por él.
Así que llega el desprecio. Quizá porque son adolescentes y, como todo buen adolescente, inconscientes. O porque te recuerdan a ti o porque nunca serán tú y ese tren ya ha pasado. O porque entienden los videojuegos (recuerda, son tu vida) de una forma distinta a ti. Porque ya no hay solo un camino, sino cientos de rutas alternativas. Porque no tienes el control de lo que sucede y este es otro texto más que te recuerda eso. Porque a lo mejor son unos imbéciles, pero el menosprecio no los hará cambiar, incluso puede embrutecerlos.
Tenemos dos soluciones complementarias, entonces:
Abracemos al niño-rata, como alguna vez abrazamos a nuestros personajes virtuales. Comprendamos que con quince años no se tiene un criterio formado ni una mente crítica para llevarlo a cabo. Y, por ello, está siendo usado por un mercado feroz que un día lo tratará con la misma indiferencia con la que te trata a ti. Si queremos hablar de inclusión, de admitir todo tipo de videojuegos, de expandir los horizontes del medio y admitir a cualquiera, tenemos que pasar por esto tambien –bueno, menos alguna cosa.
Pero, más importante, dejemos de intentar formar parte de ese mismo mercado. Dejemos de preocuparnos por perder una posición de poder en el mercado, de que nos hagan cosquillas porque así nos sentimos especiales. Dejad paso para que las nuevas generaciones adopten ese papel de títeres.
Vivid fuera del mercado y os irá mejor. Que esto son solo videojuegos. Y otro día hablaremos de los youtubers.