El auge actual de los bundles no sólo tiene una explicación dentro de las leyes de mercado, sino que va más allá. Es la respuesta a un fenómeno psicológico. Sociológico, podríamos decir, lanzándonos del todo a la piscina, si consideramos que tiene su origen en el comportamiento de todo un colectivo.
En primer lugar, supone un mazazo en toda la boca a ese argumento peregrino que tantas veces se ha utilizado en contra de la piratería. La gente no busca necesariamente el «todo gratis»; lo que desea, algo muy lógico, es sentir que está pagando lo justo, que su dinero se está rentabilizando de manera coherente. Naturalmente, la piratería es una espiral en la que muchas personas caen sin remisión, un maelström del que es difícil salir sencillamente porque no se ve más allá del remolino. Pero basta con un poco de educación en este sentido para ampliar las miras.
Son muchas, muchísimas las personas que no tienen inconveniente en pagar por contenidos digitales en lugar de descargarlos siempre y cuando no se sientan estafados, o, más aún, se les ofrezca de una manera suficientemente atractiva. Ése es uno de los grandes valores del bundle, tal como está planteado en la actualidad. En esa pequeña cajita virtual nos encontramos un cóctel de productos (evitemos decir «juegos») a un precio más que tentador, donde se advierte claramente la ventaja de la compra: el ahorro económico, y por supuesto, los añadidos. Bandas sonoras si pagamos un poco más, artworks… lo que viene siendo ese tazo que nos encontrábamos en las bolsas de Matutano, o el juguete de turno en el Happy Meal. Porque, a quién vamos a engañar a estas alturas, está claro que la estrategia no es nueva.
Claro que compensa pagar dos, tres, cinco euros por un lote en lugar de la molestia de rebuscar en los conocidos puertos de fondeo donde los bucaneros virtuales ofrecen sus mercancías. Y además, el módico precio evita que se nos cuele algún que otro indeseable en forma de virus o spam. Para más inri, el particular «fatality» con el que los bundles le parten la cara a la industria tradicional es el DRM free, que nos permite volver a aquellos días inocentes del intercambio de cassettes. Por si fuera poco lo que podemos pagar por un bundle, encima tenemos la opción de compartirlo con un amigo.
Es curioso cómo este fenómeno se ha extendido prácticamente a cualquier producto que se comercialice de manera virtual. Tenemos bundles no sólo de juegos, sino de música, libros, aplicaciones varias… Incluso, rizando el rizo, el paquete de juegos se justifica por sí solo como un concepto abstracto: páginas como www.bundledragon.com (que abrirá en breve, según nos anuncian) ofrecen sus servicios para crear nuestro propio pack personalizado, con las características que deseemos.
No ha pasado mucho tiempo sin que los poderosos se fijen en este mundillo y extiendan hacia él su sombra, como la Nada al mundo de Fantasía. En el mundo del videojuego, THQ ha empezado acoplándose al archiconocido Humble Indie Bundle, aunque ya hemos visto en el pasado algunos torpes intentos de ciertas compañías innombrables incluso para el afable Markus Personn. Aparece así el riesgo de que se desdibuje la intención original del bundle, su espíritu de ofrecer más por menos, de establecer ese diálogo con el comprador en el que se le permite una libertad casi absoluta para decidir qué es lo que quiere adquirir. Porque cabe aventurar que los añadidos no serán tantos cuando sean las grandes compañías las que tengan que abrir el cajón de los regalos. ¿O quizás sí? ¿Habrán aprendido una lección? ¿Asimilarán algo de humildad? La respuesta del público será determinante, claro está, de la misma manera que lo ha sido en el origen de esta tendencia.