Siempre vuelvo a Laura Mulvey y su Placer visual. Quizá porque fue uno de los primeros textos que me hizo entrar en un estado de negación y rechazo muy potente, una sensación extraña. Mulvey pretendía destruir el placer por el cine clásico. No podía entender por qué. Todos pasamos, algunos se quedan, en ese estado de negación y rechazo. Decidí volver tiempo después al Placer visual. La relectura fue distinta. No había cambiado el texto. Yo sí. Vuelvo, por enésima vez, porque la mirada en Cibele encapsula todo un universo y graba en piedra un discurso radical.
Mirar
Placer visual y cine narrativo apareció en 1975. No salió de la nada, claro, sino que había un caldo de cultivo previo y coetáneo al texto que ayudó a su creación y, por consiguiente, a cambiar la forma que teníamos de hablar de cine. No sin cierta polémica y crítica. Placer visual está lleno de agujeros, de tiros en la oscuridad y planteamientos que parten de un error de base: toda su estructura se fundamenta en el androcentrismo, praxis freudiana que, actualmente, ya se puede desmantelar en mayor o menor medida.
Según Mulvey, el falo necesita de la existencia de un ser no fálico para «dar orden y sentido al mundo». Aquí estaba la primera y gran crítica hacia el texto, pero también un gran descubrimiento puesto sobre el tapete: la mujer como el negativo masculino, como el Otro que tiene que ser conquistado y rechazado a la vez, mientras se le exige no-ser, pero vive en un constante debe-ser. Para ello, la mujer existe como un significante vacío, un cuerpo que no es poseído por ella misma, sino por la mirada masculina que porta el significado. Esto se debe a un proceso histórico, cuasi eterno, de creación simbólica e imaginaria que el propio Bourdieu pone de manifiesto en su fantástico ensayo La dominación masculina, donde desvela las estructuras que se llevan a cabo para que los dominados, en este caso las mujeres, hayan asumido su rol como tal.
«La fuerza del orden masculino se descubre en el hecho de que prescinde de cualquier justificación: la visión androcéntrica se impone como neutra y no siente la necesidad de enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla», dice Bourdieu.
O lo que es lo mismo: llevamos tanta Historia contando historias donde el personaje principal y central, dominador y sobrerepresentado, es un hombre (heterosexual y blanco, en su mayoría y, aunque no fuese así -¡Hola, Jesús!- ya se encargarían de convertirlo), que se ha naturalizado este punto de vista. Y todos los demás habitan en el margen. No solo eso, sino que al habitar este centro de acción, llenándolo por completo de sus rasgos y marcas de identidad, también artificiales pero naturalizadas, se exige a todas las identidades adyacentes adoptar estas posturas masculinas para poder llegar a él y cohabitarlo, ya que nunca se puede habitar por completo.
Volviendo a Mulvey, esta plantea en el centro de la encrucijada, y batalla, la escopofilia: el placer de mirar a otro como un objeto erótico. Cómo alterar los códigos para vencer esta escopofilia, cómo variar las estructuras internalizadas en nosotros y cómo destapar la falsedad de la naturalización. Sobre la mirada, el cuerpo y el poder trata Cibele.
Ser mirado
En un contexto de adolescencia plena como el de los videojuegos, Cibele nace ya con la idea de la polémica, de la obra radical, en su ADN. Igual que el texto de Mulvey, no nace en la nada. Ya había toda una corriente de experiencias personalísimas volcadas en el mundo interactivo, pero también obras presentes que refuerza lo que podríamos llamar género, de forma muy amplia.
En Cibele encarnamos varias representaciones de la misma persona. Somos Nina Freeman, una adolescente que se dedica a jugar a un juego online de forma casi compulsiva. También somos el avatar de Freeman. A la vez, dejamos de ser ella y somos, de forma consciente y plena, nosotros mismos. Hay tres niveles de representación o, incluso, dos niveles de representación y otros dos de no-representación. Y son en estos niveles donde se encuentra lo más violento del juego, hasta para el jugador experimentado, pero también lo más radical y poderoso.
Cuando en Cibele se abre el espacio interactivo, el escritorio de un PC, podemos asumir que somos Nina Freeman. Estamos en nuestro ordenador, con nuestras carpetas, nuestros chats y notificaciones. Se podría englobar esto en un videojuego naturalista o folclórico, es decir, de conocimiento popular. Sin embargo, mientras somos Freeman, somos nosotros mismos. No estamos en nuestro escritorio, sino que ojeamos un escritorio ajeno. Somos unos cotillas. Somos unos voyeurs.
Esto no debería sernos extraño, sin embargo. Estamos acostumbrados a rebuscar en Facebooks ajenos, poner corazones sin querer a las tres de la madrugada en Instagram y leer timelines de Twitter sin descanso pasando por semanas y meses. Pero la privacidad comienza donde termina lo online. El escritorio sigue siendo un lugar fuera de la red, personalísimo. Y de ahí ese desasosiego. También la ambigüedad: todo está bien, todo es normal, somos Nina Freeman; esto es raro, esto es violento, es extraño, yo soy yo.
Luego jugamos al juego llamado Cibele, un MMORPG sin mucho sentido que tan solo consiste en aporrear de vez en cuando el botón izquierdo del ratón fijando un objetivo. A la vez podremos leer y escribir en una ventana de chat y recibir distintas notificaciones sobre cosas como, por ejemplo, billetes de avión. Durante la partida, escuchamos una conversación entre Nina y un chico, que podría ser cualquiera, donde coquetean y se confiesan. Aquí somos más Nina (me he oído a mí mismo maldecir contra el muchacho por andarse con medias tintas) que nunca.
Sucede entonces el proceso más radical para sacarnos del juego, para cortar todo proceso de identificación y, por lo tanto, de inmersión. La realidad virtual desaparece para ofrecernos otra realidad. Esta última es la propia Nina Freeman, grabada en su cuarto, continuando con la historia iniciada en el juego. Lo primero que vemos es ya toda una declaración de intenciones: ella misma (nosotros, en algún sentido) haciéndose fotos en ropa interior. La privacidad se mezcla aquí con la intimidad más personal que hay. Y nosotros seguimos ahí. Pero ya no somos ella, ahora somos un espectador más y la narración pasa a una mirada externa, omnipotente y omnipresente. La idea del voyeur, además, se refuerza con planos contrapicados, siempre en el límite de la cama o del escritorio, como si estuviésemos ocultos.
Esta última mirada sobre el cuerpo de Nina Freeman no es similar a la mirada falocéntrica y castradora que describe Mulvey, principalmente porque no viene dada con las mismas marcas enunciativas. Si bien es cierto que nadie está a salvo de estas, ya asumidas por todos al ser universales, Freeman lucha por deshacerse de ellas. Y lo hace aprovechando la interacción tan profunda que ofrece el videojuego.
Mirarse
Nina Freeman nos ofrece su Historia personal. Esa Historia está inscrita en su propio cuerpo, casi como cualquier otra, que convierte en un texto a nuestra disposición. Al ser un acto que sale de ella, construyendo por su propia mano las herramientas para que nosotros mismos nos inmiscuyamos de forma personal, crea a su alrededor toda una estructura sobre el acto de la mirada del Otro, pero también de la mirada propia.
No es baladí que se use la palabra «desnudarse» para hablar del juego. Desnudar el alma, en un lenguaje un tanto cursi. Pero desnudar también es un acto físico, una acción que se lleva a cabo sobre uno mismo. Freeman se desnuda de forma consciente, aunque por momentos nos sitúe como un voyeur cualquiera, también nuestros cuerpos se unen para hacer avanzar la historia. El videojuego es la obra de arte que siempre está por terminar, como la Piedad Rondanini de Miguel Ángel o La expulsión de los judíos de España de Emilio Sala, que se antoja un fotograma de algo más grande que nosotros y más grande que el propio cuadro, una suprahistoria irrepresentable en su conjunto.
Es precisamente aquí donde Freeman aprovecha todas las ventajas que tiene el videojuego. La inmersión de identidad que propone cumple su función no ya para que podamos vivir su Historia, sino para que podamos entenderla y compartirla. Lo cierto es que no es complicado entender un primer amor, mucho menos, para una generación que ronda los veintitantos, el escarceo amoroso on-line. Pero es el punto de vista el que resulta, como ya he mencionado antes, radical: el de una mujer, una en particular, que nos permite adentrarnos hasta ciertas intimidades.
Comparemos con Emily Is Away. Allí, la falta de corporeidad se daba por supuesta, ya que la experiencia masculina se tilda de universal y común. Pero Freeman no podría hacerlo de la misma forma. El cambio fundamental en la confesión, entre la masculinidad que lo inunda todo de forma homogénea y la feminidad que se subsume a la inundación, se ubica en la necesidad por hacernos particulares, elevada gracias a la hiperconexión y las redes sociales. El tema de la tragedia puede ser global, pero los detalles y la vivencia misma es singular. Así, Freeman pasa de ser un Otro, un hombre con falta, a un Yo total. Porque Freeman no acepta pasar por el aro, convertirse en quien no es, mantiene su pelo de colores y su aspecto de Sailor Moon de los ochenta.
Formamos nosotros parte de este Yo, ya lo he mencionado varias veces. Pero nunca es suficiente. En un universo de Nathan Drakes y Jefes Maestros, Freeman se presenta a sí misma como personaje de su particular Historia, para terminar con un texto que agradece a una comunidad de jugadores y revela lo real de la experiencia. Al narrar su Historia, deja fuera necesariamente a lo masculino. Ella es el centro de gravitación principal, por motivos obvios. Aunque parezca que el juego se vertebra sobre una relación, en realidad la motivación última es una auto-exploración, un mirarse para dentro. Lo vemos cuando aparecen el precio de los billetes de avión, búsqueda que nosotros no hemos hecho, pero ella sí, en plena elipsis.
La mirada es un acto fundamental en Cibele cuando dejamos de ser Nina Freeman, pero al ser ella el resto del tiempo, nuestra forma de mirarla cambia. Se alteran códigos y estructuras al englobarse en una situación distinta a la de la sala de cine o las habitaciones del museo. En su corta trama, apenas tres actos de veinte minutos o media hora, el juego se muestra como un artefacto vasto e inmenso, en un aparente páramo donde la reflexión y lo íntimo se ve relegado a propuestas marginales. «No es un juego», gritan algunos. Pero claro que lo es. Solo un juego podría hacer lo que hace Cibele.