Muchas veces nos paramos a pensar, discutir y pelear qué es el arte. Y si la concepción que tenemos de arte puede ser aplicada al mundo de los videojuegos. Sin embargo, en escasas ocasiones, por no decir ninguna, llegamos a preguntarnos qué es el juego. Quizá porque lo tenemos tremendamente claro. Un entorno virtual donde podemos interactuar con ciertas limitaciones y reglas fijadas por un Dios-código. Pero, y aquí está el quid de la cuestión, ¿la diversión es un factor determinante a la hora de concebir el juego?
Acudamos al trauma infantil: ¿cómo de divertido es jugar al escondite, el Splinter Cell, el Hitman, el Metal Gear Solid de nuestra infancia? Entre todos se decide que hay una zona denominada casa, un tipo que debe pillar al resto mientras estos se esconden. Se crea una tensión entre el que se esconde y el que pilla. Si el primero llega antes a la casa, se salva. Si es el segundo… Pero, ¿esta tensión era realmente divertida? Esconderse tras esquinas, arbustos, bancos, portales, colarse en bares, esperando al momento justo para salir. Uno podía llegar a sufrir debido a la mecánica inherente del juego. Similar es el caso del pilla-pilla.
La tensión que se origina entre el jugador, el adversario y la propia narrativa del juego debe estar compensada, cual balanza de farmacia antigua, para proporcionar la verdadera diversión. Cuántas veces nos hemos visto renegando de jugar porque uno de los jugadores es un abusón sin medida, que golpea el balón demasiado fuerte. El juego se había roto porque una de las partes no admitía ese contrato inexistente por el cual uno juega para pasarlo bien, no para ganar de forma desmedida.
Las mismas pulsiones existían cuando introducías una moneda en una maquina arcade. Tú querías divertirte, pero ella quería robarte la cartera. Su misión en este mundo no era entretenerte, desengáñate ya. No le interesaba lo más mínimo tu confort, tu comodidad. En realidad, era lo más cerca que estarás nunca a un matón virtual. Quería joderte a niveles que no comprendías. Con el tiempo, los videojuegos han descubierto que este no es el camino. Que un nivel de dificultad (exclusivamente uno, sin cambios) elimina de un plumazo a la mayor parte de la población. Personalmente, no creo que hoy en día los juegos sean más simples porque están hechos para gente más tonta o menos exigente. Han evolucionado de forma lógica a un modo de entretenimiento más puro. Puedes seleccionar niveles de dificultad para ajustar esa tensión entre el Dios-código y tú. Todo garantías: 100% de diversión, 0% de frustración.
No es baladí que en Super Meat Boy (Team Meat, 2009) sufras la repetición de tus múltiples fracasos una vez derrotes al escenario. O que uno de los consejos que aparece en las pantallas de carga de Hotline Miami (Dennanton Games, 2012) te asegure que morir no es para tanto. No hablaremos aquí de cómo la muerte en el videojuego se ha vuelto una mecánica más que un castigo. Sino de que el juego indie puede permitirse joderte la marrana a base de bien.
¿Y es esto divertido, acaso? Los niveles de frustración en los que se maneja Super Meat Boy pueden echar atrás a muchos jugadores con dos manos izquierdas. Juegos cuya dificultad es bastante elevada hay muchos. Pero son pocos los juegos donde la falta de diversión radica en la tensión creada por su narrativa. Me permitirán reincidir en Gods Will Be Watching (Deconstructeam, 2013), ese juego pequeño que puede dar para una tesis doctoral. He intentado colarlo en todas las conversaciones que tengo sobre videojuegos con amigos y conocidos. Muchos, un tiempo después, venían maldiciéndome a mí y al juego. Lo adoran, pero la angustia que les crea es superior a la diversión que conseguían de él. Ahí se encuentra, quizá, el punto de inflexión entre el videojuego mainstream y los otros.
En la revista Edge de abril de 2013 descubro un artículo sobre I get this call every day un juego donde el jugador adquiere el rol de un telefonista que atiende llamadas de ciudadanos que quieren cambiar su dirección. El juego puede volverse desesperante en ciertos puntos, pero no por su dificultad, en cierta medida inexistente, sino por todas las medidas y peticiones que debes llevar a cabo para completar tu objetivo. Lo último que uno quiere cuando sale de trabajar es… jugar a hacer el trabajo de otro.
Los indie abren esta brecha y traen a coalición la creación autoral, de una sola persona o muy pocas, que tienen a su alcance unos medios muy limitados, pero sin ninguna restricción de superiores. No es necesaria una gran cantidad de diversión para contar una historia. Se puede frustrar al jugador, ponerlo de los nervios, como objetivo final para transmitir ideas o sensaciones.
Cojamos, como epitome de este grupo, Dys4ia (2012). Creado por Anna Anthropy, es un juego Flash que, mediante diversas pantallas, nos habla en primera persona cómo es el tratamiento de hormonas para convertirse en mujer. Es pura autobiografía abstracta, minijuegos que muestran emociones y no acciones e intenta que comprendas su posición. Si el jugador no es un carámbano de hielo, acabará el juego y se sentirá trastocado en su fuero interno.
Quizá el juego indie esté destinado a ello. Dear Esther (The Chinese Room, 2012) es el peor shooter de la historia porque el jugador espera un shooter, porque su narrativa es de shooter, pero pretende mostrarnos que hay más vida fuera del shooter. En el último E3 la cantidad de shooters presentados sobrepasó la de shooters que han salido en el último año, más o menos. Secuelas de precuelas de spin-offs, nuevas franquicias y trailers en CGI que, futuriblemente, serán shooters.
Entonces Dear Esther no es un shooter. ¿Es un juego? ¿Es divertido Dear Esther? ¿No sería mejor si fuese un relato corto? ¿Una narración sonora? ¿Una radio-novela? ¿Y entonces todos escenarios majestuosos, pintados con pintura fluorescente, esa forma de vagar por cuevas y playas, cómo se retratarían? ¿No se perdería parte de su fuerza narrativa? Quizá es que cierto sector de los videojuegos han dejado de ser puro entretenimiento. O es que la escisión entre unos y otros es mayor. Nuestra capacidad de elección mejora y aumenta. Los videojuegos se vuelven más democráticos y menos traumáticos. Menos matones virtuales.
Este puñado de indies que pretende introducir en los videojuegos temas nunca vistos de formas nuevas. Y, de paso, se alejan de sus propios compañeros de etiqueta. Mientras muchos indies viajan por el sueño de la nostalgia, que produce monstruos (y treintañeros), otros se atreven a buscar nuevos mundos, nuevas civilizaciones, para llegar hacia donde ningún hombre ha llegado jamás.