El poso de su presencia seguía siempre ahí, aunque con el paso de las semanas se hubiera ido diluyendo. Continuaba prendida en su mente como un fantasma en las vigas de una casona vieja, y volvía con fuerza, de tanto en tanto, cuando había que mencionar algún nombre en un controvertido debate. ¿Arte? ¿Innovación? Ahí estaba Journey (thatgamecompany, 2012) como argumento de peso, siempre presto a saltar a los labios.
El caso es que la compra había surgido casi de inmediato, casi de forma involuntaria. Casi obligada por las circunstancias, por el deber que le llamaba a continuar dando pinceladas a esa particular Capilla Sixtina, eternamente inconclusa, que era su mueble destinado a los videojuegos. Así que allí estaba, en sus manos, físico y tangible. Despojado del misterio de la primera vez. Reparar en ello le hizo fruncir el ceño, con aire pensativo. Sin aquella pátina de desconocimiento, ¿seguiría intacta la magia?
No podía dejar de pensar en las palabras que una vez había escuchado, en una tertulia literaria, y que se habían convertido desde entonces en un mantra propio, que podía extender si quería a cualquier otro ámbito. Las revisiones, había dicho aquel hombre de perilla avinagrada y gesto de suficiencia, eran peligrosas. Había que tener cuidado con ellas. La mitad de las veces no se buscaba en ellas el afán crítico, la distancia temporal necesaria para una nueva perspectiva… sino a nosotros mismos. Ese yo que ya no estaba, por mucho que el espejo, el muro de Facebook o la rutina quisieran demostrar lo contrario.
La compra había sido casi involuntaria, y también de aquella manera, con esa intriga anidada ahora en su mente, introdujo el juego en la consola.
De nuevo el sol brillando en la arena, cegador, rompiendo cada duna en mil y un cristales diamantinos. De nuevo la capucha sobre su rostro; la calidez, no agobiante sino maternal, del manto que le cubría hasta las rodillas.
De nuevo, el viaje.
Casi pudo percibir el mismo sendero bajo sus pies, los pasos de su antiguo ser marcándole el camino. Pero era una falacia, claro. Quizás estuviera dispuesto a admitir que fuera el mismo, por su parte, pero no podía serlo la arena; no cuando aquel viento la arrullaba y despeinaba a cada momento, creando una ilusión de mil instantes a la vez. Ascendió y descendió las primeras dunas. Continuó con la mirada fija en aquellas formas distantes, la que sabía eran su destino primero. Empezó a recordar cada etapa del viaje y la pregunta se formuló en su mente, no exenta de una incómoda inquietud. ¿Merecía la pena el recorrido, otra vez? ¿Acaso aquella suerte de experiencia tántrica podría aportarle algo más?
Y tras la lucha, la subida y la heroica, momentánea rendición, nuevamente allí estaba la meta, el culmen en forma de pico sagrado. Y el vuelo alcanzaba su máxima expresión impulsado por las fuerzas de los Antiguos, el término sencillo y exacto con que ya los había bautizado. El ciclo que había empezado apenas una hora antes acababa y daba comienzo de nuevo; una renovación eterna que lo convertía, no cabía duda, en un camino incapaz de concluir.
Terminó y dejó el mando sobre la mesa. Apenas paseó la mirada distraída por el resto de contenido, sin mucho afán. Aquello había sido todo, un rato nada más… y nada menos. El anhelo que ignoraba poseer había quedado calmado, aunque probablemente continuaría haciéndole cosquillas unas horas, hasta apagarse. Quizás en su día a día tintinearía de vez en cuando. Pero siempre que sintiera aquello podría, lo sabía bien ahora, volver a enfundarse la capa y navegar otra vez por las dunas.