Soy pequeño y en mi aldea la luz eléctrica es un bien escaso. Las casas están iluminadas, pero no hay farolas que iluminen mi camino. Son las diez de la noche, noche cerrada, no se ve a un alma fuera. No hay aceras, no hay civilización. Solo casas aisladas comunicadas por una carretera mal pavimentada. Todo lo demás es bosque, vegetación, lo rural, la nada. Y yo tengo que llegar a casa de mis tíos. Así que echo a correr.
Al principio voy despacio. Tengo la prisa que me proporciona la oscuridad, pero nada más. Estoy de vacaciones, quizá es semana santa, quizá es junio y se han acabado las clases, no lo recuerdo. Pero mi prisa no viene dada por ninguna obligación moral. Tampoco recuerdo muy bien qué edad tengo, pero sí sé que vengo de jugar al Smash Bros en una Nintendo 64 con un Pikachu como carcasa. No es mía la consola, ya me gustaría, sino de unos amigos que viven a algo más de medio kilómetro de casa de mis tíos. Así que estoy yo apurando, en una noche oscura, para llegar cuanto antes. Entonces algo me roza la pierna. Oigo unos pasitos en la gravilla del suelo. Se mueve, a mi lado, es peludo, pequeño. No sé qué es, pero sé que está ahí, a unos centímetros de mí. Está tan oscuro que no veo ni el suelo, no veo mis pies, no veo qué es.
Así que corro. Como nunca corrí. Los trescientos metros más rápidos jamás corridos por nadie. Lo rural me persigue. Lo sobrenatural está ahí. Llego a casa de mis tíos. Hay una luz encendida en la entrada, fuera y me quedo debajo de ella, temeroso. Entonces pasa Toby, meneando el rabo, con la lengua de fuera. Toby es el perro de mis amigos, los de la Nintendo 64. Me ha cogido cariño y había decidido acompañarme. Casi me mata, allí, con mi corazón en la boca, mi tensión por los aires y el pulso a mil. Él se para, delante de mí.
El miedo es una sensación básica para nuestra supervivencia. Andamos por miedo y corremos por miedo. Nuestros oídos, ojos y nariz se refinan por el miedo. No solo lo físico, sino que toda nuestra arquitectura mental está construida en base al miedo. Si algo falla, tememos qué pasa. Si ignoramos algo, lo tememos. Nos adelantamos a las reacciones de otras personas, temerosos de qué nos puedan decir.
Soy un cagueta crónico. Quizá por culpa de un perro ahora sufra toda mi vida de miedo a la oscuridad, pero me da más miedo lo inexplorado. Y fallar. Fallar, de hecho, no es un miedo biológico, sino social. Hay momentos en los que los videojuegos me aterran por el miedo a fallar. Junto con lo inexplorado, claro.
Me doy cuenta de esto jugando a Rogue Legacy (Cellar Door Games, 2013), juego fantástico donde los haya, al que se le pueden poner muy pocos o ningún reproche. Juega con nuestras expectativas, al menos con las mías, de qué puede haber en la siguiente zona o tras esa puerta. El cómo se presenta el reto, el castillo, los diferentes lugares de este, apunta todo para que temas por tu vida. La muerte permanente, el sistema de herederos, no son más que una mecánica para reforzar tan solo un sentimiento: la debilidad.
Eres débil porque tienes miedo, pero tienes miedo porque eres débil. Después de más de diez horas de juego, me he atrevido por fin a enfrentarme al primer jefe. Tras 92 ascendientes muertos a mis espaldas, me he armado de valor. Pero no ha sido fácil para mí tomar esta decisión. Ha sido muy meditada, valorando pros y contras. Y, sobre todo, teniendo en cuenta el miedo que corría por mis venas.
Porque el no poder, el fallar, el intentarlo y fracasar son una parte fundamental de la experiencia para madurar en el juego. Por supuesto, Rogue Legacy no ha sido el primero en descubrir esto. Su referente más directo es Dark Souls (From Software, 2011), otro juego en el que me cago de miedo solo pensando en avanzar. No ante monstruos o ante la oscuridad, ante la soledad y los bichos que me pueda encontrar. Sino en no conseguir dar dos pasos más allá. En no ser mejor que tú.
Ambos juegos, aunque debo admitir que he jugado más al Rogue Legacy, están construidos para que no seas nadie. Para dar más miedo que cualquier Amnesia. Porque elevar a la décima el sonido y colocarte delante de una presencia monstruosa no da tanto miedo o, al menos, ese miedo es pasajero. A dónde apunta Rogue Legacy es a tus expectativas vitales, a tu incapacidad para buscar trabajo, declararte a la persona que te gusta, decidirte a conseguir eso que tanto anhelas. Pero estás solo en el mundo. Un mundo que no es agradable y en el que parece que nadie intenta que no sea así.
No olvidemos nunca que el videojuego es la forma más perfecta y refinada de proyección personal. Por un momento somos otra persona, pero no alguien ajeno a nosotros. Todo nuestro bagaje y circunstancias se entremezclan con las circunstancias de un avatar virtual. Puede que nos encontremos en escenarios imposibles, pero tú eres la persona que lo recorre, solo que con otra piel. Y ahí es donde nos pegan en la boca del estomago y hacen que nos dé verdadero espanto continuar. Puede que el videojuego tenga sus mecánicas y su mundo más o menos cerrado, pero siempre cuenta con que tú añadirás cosas de más, cosas que no estaban en la versión virgen, que no se encuentran en la tierra inexplorada más allá. En el videojuego eres tú, tu personaje y tu miedo. La santísima trinidad.