Si ha reconocido la referencia del título de este artículo a la intrincada mente de Heinlein, enhorabuena: significa que tiene usted un gusto exquisito. La interpelación que aquel magnífico relato hace a sus lectores se dirige por otros derroteros, pero en el fondo subyace una misma idea, no sólo vigente todavía, pese a los años transcurridos, sino reforzada de forma poderosa por nuestra tesitura actual: los zombies, los muertos en vida, somos todos nosotros.
¿Que esta frase ya la dijo Robert Kirkman en una magistral página? Claro que sí. Pero eso no significa que sea suya. Casi se diría que no es de nadie. En la imaginación colectiva de nuestro tiempo flotan ideas comunes que no escapan a ningún ámbito: la pérdida de imaginación, la deshumanización, la voluntad individual sumergida en la de la masa. La ausencia de cerebro, decimos a veces, con una risa floja que se nos congela en los labios en cuanto reparamos un poco en el trasfondo de las palabras. ¿Qué es el zombie sino todo ello, personificado en una metáfora descarnada, una gran broma?
El zombie forma parte del bestiario de nuestro tiempo, y como tantos otros parece verse obligado a cumplir con una serie de requisitos inamovibles. Como seres conformistas que somos, decididos a quedarnos en la comodidad de lo que ronda nuestro conocimiento, nos indignamos cuando vemos que las condiciones no se cumplen. Eh, esa serie es una basura porque los zombies corren. Y todos sabemos que está en su naturaleza el caminar renqueantes, con la mirada ida, la mandíbula desencajada y un balbuceo incomprensible, eco de otro tiempo, muriendo en su lengua…
Pero si los tiempos cambian, si los cisnes negros siguen volando, también los zombies se adaptan a las circunstancias. Llegan novelas como Diario de un Zombi, de Sergi Llauger, y de golpe y porrazo nos metemos en la mente de uno de esos engendros (y lo que encontramos ahí dentro tal vez no difiere mucho de la nuestra). O In The Flesh (Dominic Mitchell, 2013), serie británica que nos hace ver que la vida sigue, y el apocalipsis zombie no es realmente el final, sino el principio de una nueva era que pasa por el reajuste social. Una tendencia a explorar los rincones que, naturalmente, no podía dejar indiferente al mundo del videojuego. Y sobre todo al indie, por el mismo motivo que hemos comentado: en el mercado más tradicional, el usuario no está tan predispuesto a aceptar cambios sustanciales en un antagonista que parece ya claramente enraizado y definido.
Es curioso cómo el género de terror se ha desdibujado a nivel visual en el mundillo del indie, y con él lo ha hecho ese icono tan importante que es el zombie. La deliberada ambigüedad gráfica lleva a sacar esos ingredientes básicos, esas partículas que, combinadas sabiamente, consiguen el objetivo deseado: que durmamos esa noche apretándonos bien las sábanas. Hace algunos años nadie hubiera dicho que un zombie pixelado pudiera servir como instrumento de terror del mismo modo que uno perfectamente definido, de los que solemos ver en el Resident Evil (CAPCOM, 1996) o el sucedáneo de turno. Pero ahí tenemos el Lone Survivor (2012) de Jasper Byrne, en el que nuestros enemigos apenas son masas de carne que andan, unos lickers mal hechos que, no obstante, nos aceleran el corazón en cuanto aparecen. ¿Diríamos que son zombies, por cierto, al menos en un primer vistazo? Probablemente sí. Si tuviéramos que explicar a qué nos enfrentamos en el juego, no encontraríamos otro término más adecuado. Y es que ya no necesitamos más que unos rasgos básicos, mínimos, para identificarlos.
En una época en la que cada día los periódicos, amablemente y de forma alentadora, nos recuerdan que nos dirigimos a un apocalipsis financiero, nada mejor que desahogarnos convirtiéndonos por un rato en esa última resistencia de la humanidad frente al caos. Soñando que podemos permanecer en pie, manteniendo a raya el desastre. Y ahí tenemos, por suerte, a nuestros queridos zombies como carne de cañón, mucho más asequibles y fáciles de reducir que la prima de riesgo. Ya sea en forma de shooter de héroes cuadradotes como en Dead Pixels, donde sólo hemos de preocuparnos por reventar cualquier cuerpo putrefacto que se nos ponga a tiro; con el aspecto estratégico un tanto más serio de The Last Stand: Dead Zone (título más que elocuente) o Trapped Dead; o convirtiéndonos en militares de ojo de halcón en Deadly 30. Todo sea por perder un rato la cabeza y ver volar trozos de carne.
Y es que en el fondo ya le tenemos cariño a nuestros cadáveres de labios babeantes. Son parte constituyente del mundillo del videojuego, como las monedas o los puntos de guardado, en todas sus acepciones, formas y colores. Saben saltar de un género a otro, e incluso se vuelven entrañables; ¿alguien duda de que los verdaderos protagonistas de Plantas vs Zombies sean ellos? O nos sirven como metáfora multiusos: he ahí Zombies., el juego que por aquí ha desgranado nuestro camarada Unforgiven y en el que los muertos vivientes no son más que esos que nos encontramos todos los días en la gris empresa de turno, con su traje de chaqueta y su corbata. Maravillosamente mordaz.