Si de algo acusé a mi querida tía Lola fue de hacerme aborrecer las lentejas con chorizo. Mea culpa, de pequeño ni la Supernanny o Hermano Mayor hubiesen podido suavizar mi rebeldía. Mi amada tía sabía que me encantaban las pequeñas y redondas legumbres con unas grasientas lonchas de chorizo, y me las cocinaba cada día de la semana —mañana, tarde y noche— hasta que las aborrecí.
A medida que crecía, mi paladar se acostumbraba a otros sabores, descubrí nuevos platos, y a día de hoy como dice Tim Ferris, intento que mi paladar deje de ser un televisor en blanco y negro para cambiarlo por uno de alta definición que consiga captar cada uno de los millones de sabores que existen. No como por alimentarme, por sobrevivir, sino que además lo hago para aprender, para descubrir.
Es un videojuego. Si quieres lo juegas y sino lo dejas.
Tal vez el refranero español que más de una vez ha estado equivocado y en este caso no hace excepción. Daría mi vida por unas lentejas de mi tía Lola, a pesar de que mi estómago por acto reflejo se cerraría, y en balde obligaría a tragar hasta terminar con el hondo plato, porque lo que amo no es la comida sino la experiencia que obtengo de ella.
Los videojuegos han ido cambiando y olvidándose de la importancia de la mecánica como único componente decantándose por el trasfondo; y desde entonces tengo la sensación de que los video jugadores no hemos evolucionado y dejamos de lado el aprendizaje, la captación del mensaje, el debate interno con los principios a los que ataca.
¿Braid es un juego de plataformas o es la historia de un hombre arrepentido que desea adueñarse del tiempo porque en su día pretendió dominar a su mujer?
Cada juego es más que una mecánica insulsa, quiere expresar algo más allá que una pelota rebotando en un bloque; puede que su objetivo sea que el jugador sienta la adrenalina del tenista, puede que quiera jugar con la paciencia audiovisual y de control como en Super Hexagon, quizá quiera no ya contarnos sino que vivamos la historia de un asesino como en Hotline Miami. Sin embargo, lo importante no es el sabor que quiera darle mi tía Lola a las lentejas, ni tampoco lo que el creador quiera hacernos ver en el juego, sino las sensaciones, los matices que nosotros captemos de la comida o del juego. Y al terminar un capítulo de un libro, el acto en el teatro, la canción de la playlist o la fase del juego no solo indago en mi mente sonsacando la experiencia más básica —¿me ha divertido?— sino que me formulo otras preguntas que saquen todo el jugo del limón, para que que en mi mente en vez de verse en blanco y negro se vea en color —pero no en 3D, que es una tecnología horrible—.