En el ecuador de la primera década del nuevo milenio, ésa que los anglosajones llaman los «noughties» (y que, desde luego, suena bastante mejor que «los años cero»), parecía que el género de terror iba a quedar convertido en una nota a pie de página en la historia de los videojuegos. El survival horror, antaño el niño mimado de las grandes compañías, vivía la decadencia de una de su sagas más terroríficas con el decepcionante Silent Hill 4: The Room; también el abandono de la saga que le dio carta de naturaleza como género con la aparición de su cuarta entrega numerada, Resident Evil 4, más dirigida a la acción frenética que al terror de enfrentarse a una horda de muertos andantes con pocas balas.
El camino a partir de ahí parecía marcado: el terror se convertiría en un saborcillo más del plantel que ofrece el género de acción, quedando así desprovisto de identidad propia, y hasta privado de su poder en beneficio del interés comercial por llegar a la inmensa mayoría. Los amantes del terror jugable ya entonaban cantos fúnebres por el género, y se preparaban para refugiarse en los recuerdos felices de la anterior generación, la que dominaba la PlayStation como monarca absoluta. Una generación en la que parecía que uno no podía dar una patada a una piedra sin que saliese de debajo de ella algún juego de terror, incluyera elementos de supervivencia o no.
Siempre está más oscuro antes de amanecer, dicen.
Al mismo tiempo que las grandes distribuidoras se despegaban de la esencia original del terror, un puñado de desarrolladores independientes buscaban la manera de bañarse en ella y encontrar nuevas formas de canalizarla; para algunos, estos esfuerzos fueron un canto de cisne, y para otros fueron el germen de una carrera esplendorosa. Todos pusieron, a lo largo de la segunda mitad de la década, los cimientos del resurgir del género a ojos del gran público.
Los primeros fueron los integrantes de una pequeña compañía llamada Headfirst Games, que en 2005 lanzaron, tras un largo y penoso proceso de desarrollo que les llevó a la quiebra, un juego llamado Call of Cthulhu: Dark Corners of the Earth. El título, basado en el legendario juego de rol de Chaosium, nos llevaba por una macabra historia tejida con mimbres cogidos de varios de los relatos de Lovecraft, así como de los módulos oficiales del reglamento de mesa, pero ahí no radicaba su poder para aterrar. No, lo realmente escalofriante era cómo los desarrolladores, tomando como base una perspectiva en primera persona, nos sumían en la indefensión del protagonista ante los horrores primigenios y sus blasfemos sirvientes, privándonos de cualquier HUD y distorsionando nuestro punto de vista para simbolizar la progresiva locura que sobreviene al enfrentarse a cosas que el hombre no debería conocer.
Por desgracia, la colección de bugs que acompañó su lanzamiento (sobre todo en la versión de PC, lanzada un año después y programada por una sola persona a partir de la de XBox), unida a algunas decisiones cuestionables de diseño, hizo daño a sus ventas y le valió numerosos palos de la crítica; no obstante, el camino ya estaba marcado. Dark Corners of the Earth era un aviso de los derroteros que iba a tomar el terror a partir de entonces, empezando en 2007, de la mano de otra compañía independiente llamada Frictional Games.
Frictional Games, basada en Suecia pero integrada por un equipo humano multinacional (y que incluye al español Luis Rodero) se presentó en sociedad el mismo año que Dark Corners of the Earth salía para PC (2006) con una demo de su motor gráfico, el «HPL» — llmado así sin duda en honor al creador de Cthulhu—. Una demo titulada simplemente Penumbra. Basándose en ese prototipo, Frictional Games lanzaba un año después Penumbra: Overture, un juego que tomaba las lecciones impartidas por Dark Corners of the Earth y las aplicaba con una destreza superior. La trama nos metía en la vida de un hombre que viajaba a Groenlandia en busca de pistas sobre su desaparecido padre para encontrar bajo el eterno frío polar un complejo subterráneo lleno de horrores. Al igual que en Dark Corners of the Earth, la perspectiva era en primera persona y sin HUD, pero las posibilidades de combatir a los monstruos eran aún más escasas, basándose en un control deliberadamente engorroso de las (pocas) armas que podíamos encontrar; la idea era escabullirse o huir antes que pelear.
A ello se unían un sistema de física de lo más conseguido, que nos obligaba a reproducir con el ratón los movimientos que haríamos en la vida real para manipular objetos como manivelas, cajas o puertas; un sistema de salud mental simplificado, por el que mirar demasiado tiempo a un monstruo acabaría llevándonos a delatar nuestra posición con un involuntario grito de terror; y una banda sonora, obra de Mikko Tarmia, que reforzaba la tensión hasta extremos difíciles de soportar, y que de paso servía para saber cuándo alguna de las criaturas horrendas del complejo descubría nuestra presencia. Además, los puzles eran bastante más intuitivos de lo habitual en el género, requiriendo sólo una aplicación juiciosa de las físicas del juego y de la posibilidad de combinar objetos en el inventario.
Pero, ¿por qué el subtítulo del juego era Overture? Porque eso era: una obertura, el principio de una historia más grande y terrible. Con todos los horrores que contenía el complejo subterráneo, la verdadera fuente del mal que había acabado con sus antiguos habitantes humanos era apenas sugerida a través de las notas que íbamos encontrando durante nuestro periplo. No sería hasta el año siguiente, con el lanzamiento de Penumbra: Black Plague, cuando descubriríamos el verdadero alcance de lo que acechaba en el complejo. Más que una secuela, Black Plague era como la segunda mitad de un juego completo del que Overture era la primera: se mantenían el mismo motor y la misma jugabilidad, con tan sólo unos pocos nuevos enemigos (pero, ¡qué enemigos, señores!), y la eliminación de las armas improvisadas de las que disponíamos en su predecesor. Este último punto sería, a la postre, clave en la evolución de los juegos de Frictional Games y, por extensión, del género terrorífico: como dijo Alex Súbaru en «Las armas no existen para el miedo», provocar miedo implica, sobre todo, hacer que el jugador se sienta desprotegido ante la amenaza que le acecha, ¿y qué mayor desprotección que carecer de armas?
Y, sin embargo, todo esto no eran más que pasos en la evolución hacia el que sería el Santo Grial del terror en el nuevo milenio, el juego que desataría un legado de mil imitadores (y mejoradores) de su fórmula, el título que llenaría Youtube de adolescentes ingeniosos grabándose mientras jugaban a (y se asustaban con) él. Amnesia: The Dark Descent aparecía en 2010 tras un proceso de desarrollo algo accidentado (incluyendo la filtración de una copia para prensa pirateada 24 horas antes del lanzamiento), helando la sangre al mundo con la historia de Daniel, el hombre atrapado en el castillo de Brennenburg, y de los terribles hechos que iba descubriendo en la búsqueda de sus recuerdos perdidos y de Alexander, el señor de la fortaleza al que su pasado yo le ordenaba matar para redimir sus pecados. El juego perfeccionaba la fórmula de Penumbra: Overture y Penumbra: Requiem, potenciando además el sistema de locura para que la sola visión de los grotescos monstruos difuminase nuestro campo de visión y crispara nuestros oídos con un aterrador ruido,y envolviéndolo todo de nuevo en los geniales acordes de Mikko Tarmia.
El boca a boca, sobre todo a través de los mencionados youtubers, y las historias de cosecha propia que los aficionados creaban con las herramientas de edición facilitadas por Frictional Games (y de las que Ze[h]nGames ofreció un granado muestrario en su momento), hicieron el resto. De repente, el mundillo tenía ante sus ojos la prueba incontrovertible de que el terror puro y duro tenía un público ávido de emociones fuertes, un nicho de mercado que las grandes compañías habían abandonado con imprudencia nacida de su avaricia cortoplacista, y que ahora se abría a todos aquellos cuyo capital principal era el ingenio y el talento por encima del dinero.
Y la escena indie respondió al desafío con admirable entusiasmo: Slender, Outlast, Master Reboot y otros muchos han ido sumándose al panorama. Incluso una compañía tan grande e ilustre como SEGA se ha sumado al carro, encargando a The Creative Assembly la realización de Alien: Isolation, el primer juego en toda la historia de la saga que tomará ejemplo del filme de Ridley Scott antes que de la secuela dirigida por James Cameron. Todo ello se lo debemos a unos locos que, con poco dinero y mucha imaginación, se atrevieron a, parafraseando a Edgar Allan Poe, «soñar sueños que ningún mortal se atrevió a soñar antes». Y eso que no se ha tocado por aquí la fértil escena freeware, que nunca abandonó el género y que hizo su parte por mantenerlo vivo durante esa travesía en el desierto hasta la llegada del inesperado superventas de Frictional Games; eso, Dios mediante, dará para su propio artículo-perorata.
Hasta entonces, quedémonos con esta reflexión: cuando las grandes firmas del videojuego dejaron de creer en el terror, los independientes mantuvieron su fe y forjaron con ella nuevos instrumentos para expresarla, y al final el paso de los años les dio la razón. Y no es la primera vez que pasa, ni será la última.