El clic de una linterna en la oscuridad. Dos, tres más le siguen. Las sombras se escabullen, aleteando confusas. Como si hubieran llegado a un mudo acuerdo previo, todos los focos sin excepción se dirigen hacia la figura de pie en el estrado, justo en medio del círculo de desconocidos. Vestido de frac, un Martini en una mano, la batuta en la otra. Con un gesto de ésta, elegante pero autoritario, el señor Austin Wintory da comienzo al concierto.
Un concierto atípico, sin duda. Los caballeros se miran entre sí, vislumbrando sus rostros tanto como les permite la penumbra. El tema principal que ya conocen ejerce de obertura, una oda a ese Mónaco nocturno y cambiante, plagado de crápulas que no son lo que parecen. En él, las maneras afectadas de ese camarero alfeñique se convierten en veloces movimientos de dedos ante los que se rinde cualquier cerradura. Ese tipo aislado y callado, el foco de los cotilleos en las fiestas de la alta sociedad, se transmuta en un experto en hacer desaparecer a sus semejantes sin dejar rastro.
El señor Wintory finaliza y les mira de uno en uno, desafiante y al mismo tiempo paternalista. Han sido escogidos meticulosamente para mostrarle qué pueden hacer, y desde luego espera grandes cosas de tan selecto grupo. Llega el momento de la respuesta; el viento y la cuerda toman el relevo, titubeantes, ofreciendo su particular versión.
¿Y qué mejor para representar el espíritu que un auténtico himno a la noche, al sigilo y el subterfugio en primera persona?
El bigote del señor Wintory se curva en una sonrisa de satisfacción. Ah, esto era lo que tenía en mente, sin duda. Pero no les va a dejar un momento de respiro; llega el más difícil todavía. Al fin y al cabo, un líder debe reafirmarse y dejar claro que sigue marcando el camino, paseo lo que pase.
Oh, sí. Algunos caballeros le devuelven la sonrisa y el desafío. El ejercicio de virtuosismo no ha hecho mella en su ánimo. Antes bien, les espolea y les mueve a demostrar lo que saben, a colocar sus propias piezas sobre el tablero sin miedo. ¿Qué sería de un robo si los miembros del equipo no supieran buscar senderos e ideas alternativas?
El reto ha cumplido con su objetivo. La energía se activa. Los engranajes giran, bien engrasados; el equipo está dispuesto. El señor Wintory traza nuevas pinceladas con la batuta y abre otras ventanas a ese mundo entrevisto de pasadizos angostos y respiraciones agitadas. El órdago se aproxima y una nueva versión del autoproclamado himno, preñada esta vez de nostalgia, hace los honores de correr el telón.
Unos minutos para volver a la realidad y el grupo comienza a dispersarse poco a poco. Las linternas chasquean las despedidas; no hace falta decir mucho más. Finalmente es el señor Wintory el último que queda. Silencioso, satisfecho, apura de un trago lo que quedaba de Martini. Aquella colección privada ha sido un acierto, desde luego.