El tiempo pasa inexorablemente para todos. Nuestro peor enemigo en algunas ocasiones, y nuestro mejor aliado en otras. De una forma u otra nos encontramos impotentes en nuestro inevitable avance por esta cuarta dimensión en la que nos es imposible escoger el sentido de recorrido, por mucho que deseemos a veces poder hacerlo. Nos valemos de múltiples instrumentos para intentar medir lo inmedible y en cierta manera somos esclavos de él a muchos más niveles de lo que imaginamos. La música, sin ir más lejos, es buen ejemplo de ello y con Braid alcanza su máxima definición en este aspecto.
Cuán relativo es el tiempo. Casi podríamos decir que es caprichoso. Considerado absoluto por Newton y devuelto a su relativa esencia por Einstein, el cual, para explicar dicha relatividad, decía: «siéntate con una mujer hermosa durante una hora y te parecerá un minuto; siéntate sobre una estufa caliente durante un minuto y te parecerá una hora». La percepción que tenemos de su paso se torna en ocasiones misteriosa, como venía indicándonos el genio alemán. La música no está exenta de este efecto, sin embargo, siempre ha sido una perfecta medida del tiempo transcurrido durante algún suceso. Por ejemplo, Galileo Galilei, a comienzos del siglo XVII, empleaba un instrumento musical para medir el tiempo con el que se llevaban a cabo sus experimentos. Es más, la creación del universo, inmediatamente después del Big Bang, se llevó a cabo en lo que dura una canción (tres minutos aproximadamente). Pudiera parecer una trivialidad el comentar esta relación entre tiempo y música, pero se puede llegar a jugar con ambos conceptos juntos de una forma bastante curiosa y el ejemplo más claro es el objeto de este artículo. En Braid, el tiempo se nos presenta como un puro reflejo de la acción en cuanto a como la manipulación de este afecta de igual modo a las melodias que escuchamos. Así pues, este trasfondo sonoro se nos presenta como un protagonista adicional que nos pondrá aun más en evidencia los cambios producidos por estos saltos temporales, haciendo de improvisado reloj a la hora de marcar el ritmo de la aventura.
Nada es azar, y la elección de esta colección de melodías no podía estar más de acuerdo con esta sentencia, en contra de lo que pudiera parecer. Atendiendo ahora a un aspecto más técnico, podemos comprobar que todo el trabajo encargado de acompañar musicalmente nuestra aventura no ha sido compuesto expresamente para el juego, sino que proviene de obras de tres compositores diferentes: Jami Siber, Shira Kammen y Ceryl Ann Fulton, cada uno en su estilo, pero todos dentro de un sonido con un marcado acento tradicional, tanto en las melodias como en los instrumentos. Todo el conjunto de la obra acaba siendo uno mismo a pesar de su variado origen, demostrando la premeditación con la que se han escogido todos los temas de cara a la función de acompañamiento que deben cumplir durante todo el juego. Este comentado estilo tradicional nos transporta a unas calmadas y familiares sensaciones. Lo cotidiano hace acto de presencia durante nuestra marcha, provocando que la acción, en un triple salto mortal y temporal, nos hace en la cuenta de que todo lo que vemos y hacemos es interiorizado y nos resulta de algún modo familiar, de forma que no comprende sorpresa alguna para nosotros. Todo transcurre de forma normal a pesar de la situación, y es más, tenemos la sensación de que debe ser así. Y si por el contrario nos topamos con algún infortunio en nuestra marcha, un simple rebobinado nos devolverá a algún instante de quietud.