«No, yo con los videojuegos de móviles me relajo un montón». Si alguien te dice eso, no es de fiar. Y seguro que no soy el único en pensarlo. El caso es que no no logro de desengancharme de juegos indie (y no tan indie) de los móviles. Pero de los de partidita rapida. Aunque lo de videojuego en el móvil a mi me suena a esperar mientras esperas a un colega, en el bus, o estás teniendo una conversación filosófica con Roca en el baño. ¿En serio, ninguno de vosotros ha querido estampar el móvil contra la pared al no hacerse unas décimas más para superar su propio récord en Super Hexagon? ¿No tuvimos suficiente con lo de Flappy Bird? ¿Hartos de cortar cuerdas en Cut The Rope? ¿¡Que no existen más combos en el Punch Quest!? ¿Cuántas preguntas he hecho? No sé, llamadme loco.
Realmente reconozco que la mitad de estos juegos, o incluso más de la mitad (me atrevería a decir que el 90% de ellos), no dejan de ser reediciones de mecánicas más que manidas y creadas a lo largo de los años ochenta. Si no lo vamos a negar, pero… ¿¡y lo que engancha, amigos!? Es una cosa bárbara. De traca. Que parece que me estoy haciendo un monólogo, pero no. Nada más lejos de mi intención. Uno se pone a investigar y acaba perturbado, claro. Un señor con monóculo llamado Johnny Darko me recomendó unos términos anglosajones que yo creo que son de los que cautivan, de los que pegan fuerte y vuelan directos a lo del vicio en los videojuegos para móviles que venía a manifestar.
Seguramente, de esto se habrá escrito la tira (y por parte de gente más estudiosa que yo, dadlo por hecho), pero como decía, dárselas de que sabes inglés mola muchísimo. Y el primero de los temas es el asunto serio del «rewarding»: lo que podríamos decir que es picarte de tal manera, a base de pequeñas y asequibles recompensas, que acabes viciado en la dinámica que el juego marca. Entiéndase recompensa como un término muy vago. Sin comerlo ni beberlo caes en tu propio «feedback loop». Dirás tú, «¿¡qué mierdas me estás contando!?». Pues sí. El feedback loop no es más que un patrón de comportamiento modificable en cierta medida por el cual nosotros mismos hacemos que progresemos en pos de una recompensa mayor. Acción-reacción-resultados y vuelta a empezar. ¿Lo has hecho bien? Recompensas. Como era de vaticinar, esto puede influir negativa o positivamente, pero a estas alturas ya existe todo un arte para agarrar al jugador por las solapas y no dejarlo marchar, mayormente, porque él mismo no quiere. En los videojuegos, y muchos más en los que son para smartphones, lo que se pretende es balancear el sistema de juego en función de nuestra habilidad jugando: si somos buenos, bien; si somos malos, mejor quedarse quieto. Sin ir más lejos, y según he tenido el placer de leer en inglés, ya en el siglo XVIII (equis-uve-palo-palo-palo, para los de la LOGSE como yo), ingenieros reconocidos pretendían usar el concepto con maquinaria a vapor para sacar mayor rendimiento de esa forma de interacción: haciendo una ejecución relativamente fácil, la maquinaría contestaba a ese proceso con un movimiento simple. La cosa ya se complica cuando en lugar de algo meramente sencillo se trata de aumentar la productividad a base de repetir acciones y perdurar hasta conseguir la meta requerida por el propio sistema autoimpuesto y por tanto, ganar mayor rendimiento en este caso. Si entre feedbacks, victorias y fracasos metemos los llamados «progression loops» la cosa ya se desmadra de mala manera. Vamos, lo que viene siendo que el juego te vaya poniendo en la carita una serie de objetivos y condiciones, que te mantengan pegado a la pantalla mientras vas saltando de uno a otro, casi sin darte cuenta. Otro anzuelo más en un espacio muy pequeño.
Parece una locura, pero traído al mundo de los videojuegos, resulta (si cabe) mucho más provechoso, puesto que siempre pretende mantenernos jugando para que resulte más estimulante la partida, lógicamente. Y de eso, los desarrolladores de juegos móviles saben la tira, reconócelo. Son unos prodigios del crear vicios. Te lo digo yo, que los de Halfbrick Studios han conseguido que me pase Jetpack Joyride (2011) varias veces, me apunté a kendo con Fruit Ninja (2010) y por otro lado me tire de los pelos por conseguir más metros en el Canabalt (Adam Atomic, 2009). Y qué hay de tu querida vecina del quinto, dándole que te pego pidiendo vidas en el Facebook para el Candy Crush Saga (King, 2012), que sigue más enganchada que un teletubbie a un sofá de velcro. Ni las nuevas generaciones se salvan, como tu primo de cinco años, que hasta que no le descargues todos los malditos Angry Birds (Rovio, 2009) no deja de dar la brasa.
En definitiva, que por una propia forma de pensar del cerebro humano te mantienes en tus trece en aquello de conseguirte todos los logros (también muy aplicable a videojuego de sobremesa y no sólo portátil y contemporáneo). Que al principio puede ser un simple click, hacer tap en el móvil diez veces seguidas o conseguir llegar a un punto en concreto, pero que llegados a cierto nivel ya exijen de un jugador bastante avezado en materia como para no vérselas con el maldito patrón del feedback loop. Es decir, hoy en día, con el mercado móvil en auge no deja de ser un sistema de gamificación ̣̣(lo poco que me gusta usar el término) con justificado uso por el cual eres recompensado si lo haces bien o castigado si eres medio manco. Con todos mis respetos a los mancos, oye. «No es que es muy casual», decía el hardcore de turno. Pues ponte a jugar, chulo. Que si a eso le sumas el negocio de pagar por secretitos o tener opciones extras, el beneficio de las compañía es redondo con semejante espiral interminable.
Al final, toda esta sarta de tonterías que he soltado para decir que no tengo cojones a pasarme ni el primer nivel del Super Hexagon y sigo siendo un yonki del videojuego en el smartphone. Tiene guasa la cosa. Maldito Terry Cavanagh.