Dotamos de visión romántica a la vida del artista por lo que tiene de lucha bíblica, de mito que se circunscribe desde su acto configurador primero, en el cual un loco que finalmente se nos puede mostrar como un héroe intenta la valiosa labor de conseguir un destino que está por encima de él; un pequeño hobbit lanza un anillo en el Monte del Destino, un escuálido joven aniquila de una pedrada certera al invencible enemigo de su pueblo, un joven amante de los videojuegos crea una pequeña forma de arte interactivo: el romanticismo de estos nos interpela por su heroísmo, por conseguir aquello que desearíamos para nosotros pero, de hecho, no hacemos. No hemos oído la llamada, quizás: no hay una gran catástrofe, un gran enemigo, un gran problema a resolver. Admiramos al que oye la llamada, al pequeño hobbit, al pequeño israelí, al pequeño artista, porque ellos oyeron el teléfono de la necesidad y contestaron la llamada.
Si cogemos el caso de Braid, la obra maestra de Jonathan Blow, podríamos entender la dimensión específica de hasta donde llega el acto heroico del desarrollador independiente. Tres años y cinco meses de su vida picando código; 180.000 dólares evaporados de su bolsillo, de sus avalistas, de su banco; influencias artísticas (Italo Calvino, el impresionismo) y culturales (Alan Lightman) de gran calado; un cambio de diseñador de Edmund McMillen a David Hellman. ¿Quién si no un loco emprendería semejante suicidio vital donde el arte y la cultura anida en perfecta armonía con una jugabilidad vanguardista y extremadamente inteligente y exigente con el jugador, alguien hipotéticamente poco versado o interesando en el uso intelectual del cual pueden dotarse los videojuegos —lo cual es falso, por supuesto, sino ni ustedes estarían leyendo esto ni yo escribiéndolo—? Pero Blow no era un loco, era un heroico visionario. Braid desarrollaba a través de textos de una lírica interesante además de un grafismo impresionista que rozaba la posibilidad de sufrir un brote de síndrome de Stendhal que, contra todo pronóstico, triunfó: he ahí el primer gran héroe indie —que no el primer indie, pues desde Andrew C. Greenberg y Robert Woodhead con su Wizardry hasta Gooseman y Cliffe con su Counter-Strike, algunos de los grandes hitos del medio ya nacieron en tal paradigma independiente.
Ahora bien, si Braid es importante no es en absoluto porque haya demostrado que un hombre es capaz de mezclar el videojuego con montones de referencias culturales, es importante porque demostró que el videojuego tiene su propia cultura y es capaz de desarrollarla. Su noción del tiempo y como lo manipula a través de la jugabilidad y, como a través de ésta, se construye un discurso terrible y estremecedor que no podría ser replicado en ningún otro medio cultural o artístico, es lo que hace de Braid una auténtica obra de arte: es el sueño de un loco o, lo que es lo mismo, la idea de un artista. Eso es lo que nos maravilla de Braid, de Jonathan Blow, del arte. Partiendo de innumerables referentes culturales no se permite caer en que la suma de otros medios harán del videojuego uno tan digno como ellos, sino que son sólo parte del juego que se producirá en el discurso que sólo se puede dar en la singularidad propia del videojuego, en aquello que es sólo propio de éste: la jugabilidad.