La muerte es un concepto banalizado al máximo en el mundo del videojuego. Hay quien dirá que es nuestra manera particular de luchar contra el horror vacui, la incertidumbre de la hoja afilada que pende de un cordel sobre nosotros, sin saber nunca cuándo se va a romper. Así que quienes jugamos a videojuegos tenemos una ventaja frente a los demás: hemos aprendido a despojar a la palabra de su significado ominoso. Morir no significaba más que perder cinco duros hace mucho tiempo, en una galaxia de salas de arcade muy lejana. Hoy, algo tan insignificante como regresar a la pantalla del título —quién pudiera, ¿eh?— y cargar de nuevo un archivo. La muerte es una molestia que nos quitamos de encima de un manotazo, como si fuera un mosquito; como mucho, nos deja la cicatriz del orgullo herido.
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junio 04, 2017
Este Diario lo escribimos con la boca entreabierta y los ojos brillantes. Tenemos juegos que nos invitan a perdernos en montañas vírgenes, a elucubrar sobre el tiempo que hemos perdido o a emprender viajes tenebrosos. Pero todos ellos comparten un aspecto visual único, exquisito, de esa clase que hace imposible separar la mirada. Qué tiempo para estar vivos y jugar a videojuegos, amics.
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