La creación y relevancia de Supergiant Games es una de esas historias de éxito personal que me sacarían de quicio si yo tuviese intención de hacer videojuegos. Antiguos empleados de EA que se meten en una casa durante dos años a desarrollar un juego, invirtiendo todo el dinero que tenían, con incierto futuro. De aquella concepción nació Bastion, uno de esos juegos que recordamos como el indie paradigmático. De eso hace ya cuatro años.
Hay algo de vertiginoso en las segundas obras. Sabemos que gente como Notch sufre de depresiones severas al verse incapaces de superar su opera prima. Así que cuando se anunció Transistor, hace algo más de un año, el miedo a una catástrofe estaba ahí. Bastion era original, si bien no en sus mecánicas, sí en ese mundo reconstruido y esa voz en off que narraba el presente desde el futuro. Transistor nacía a la sombra de éste, el segundo alumbramiento de un estudio pequeño, la siempre problemática segunda obra tras un gran primer acierto.
Miro rápidamente la Wikipedia para confirmar fechas y nombres. Me encuentro con que la estructura de trabajo de Supergiant Games no ha cambiado desde Bastion hasta aquí. Eso se puede rastrear, claro, en el propio juego. Transistor tiene mucho que ver con su hermano más mayor, aunque a la vez huele a nuevo, pero con ideas viejas. Igual que Cloudbank, la ciudad donde transcurre el juego, tiene tintes de ciencia ficción, pero con una decoración de belle époque, art nouveau y art decó, todo a la vez.
La perspectiva isométrica, el detalle obsesivo en el arte creado por Jen Zee, la música de Darren Kob, tan tierna, mágica, hipnotizadora como siempre. Cloudbank se asemeja a aquella Caelondia desestructurada tras la Calamidad, que tiene su igual en El Proceso aquí. Incluso el protagonista, femenino en este caso; son seres solitarios que buscan respuestas.
Transistor es narrado, si es que se puede considerar narración, por una voz en off masculina que proviene de nuestro Transistor, espada-llave-pincel-pendrive mágico (cuando la ciencia avanza tanto que parece magia). No es, sin embargo, un narrador omnisciente. Descubriremos a la vez que esta voz qué ha pasado con la ciudad e, incluso, con nosotros mismos. Manejaremos en el transcurso de la aventura a Red, protagonista, portadora de la espada y muda en la más antigua tradición de los videojuegos.
Debo admitir, con cierto orgullo, que el juego me tuvo desconcertado hasta casi el final. Quizá siga desconcertado durante un tiempo. Si me veis por la calle y me saludáis, mi mirada perdida os responderá con un galimatías sin sentido. Orgullo, por saber que a estas alturas aún me pueden desconcertar. No toda la inocencia está perdida. Pese a tratar de una trama que a nivel superficial puede parecer obvia (un amor, una venganza, una búsqueda por respuestas), está repleta de otras pequeñas historias en forma de vivencias personales que, al juntarlas, forman un gran todo.
Ese todo se resume en Cloudbank, ciudad de prodigios, desierta ahora. Casi postapocalíptica, vaciada de gente por completo. Terminales con noticias nos irán informando de qué sucede más allá, mientras nosotros nos encontramos encerrados, con edificios más altos vigilando y el skyline al fondo, de forma claustrofóbica, en calles y plazas rodeados de enemigos. La ciudad es un ente vivo. Tan viva está que sufre de una enfermedad llamada El Proceso, una fuerza robótica que, antes en la sombra construyendo esta ciudad, se ha rebelado contra sus creadores para limpiarlos del mapa junto a la urbe.
El sistema de combate es lo más distinto del juego respecto a su predecesor. Si Bastion era un juego directo y rápido, Transistor tiene un tempo más irregular en los combates. Una barra se llena y entramos en modo Turn(), en el cual el tiempo se detendrá para que planifiquemos y marquemos nuestro ataque. Los enemigos son relativamente escasos y las zonas de combate están fuertemente delimitadas, pero ahí radica el encanto del juego. Hay una y mil formas de enfrentarnos a un ataque, combinando habilidades distintas, con un cierto rol simple que ayuda en la sensación de progreso. En conjunto, el sistema tiene un gran potencial de rejugabilidad, cosa que el juego conoce y asume invitándonos a un New Game +.
Hemos dejado para el final quizá lo más importante del juego. Cada habilidad de combate ganada es una persona. Depende de si usamos esa habilidad como ataque, como mejora al ataque o como mejora pasiva, vamos descubriendo la biografía de la persona en cuestión. Biografías llenas de grandes logos. Artistas, creadores que parecen unos descerebrados, desatados por sus obras, desaparecidos en extrañas circunstancias. El juego da someras respuestas a sus historias, también a la nuestra. Como el sistema de combate, la trama parece irregular, vivida a trompicones. Nos presentan anticlímax y luego nos invita a huir a toda velocidad. Pero haya la manera de que no sea un engorro, sino un disfrute.
Tengo pánico a entrar en juicios, pero Transistor es una maravilla a la que deberíamos referirnos en el futuro. Dejemos ya de hablar de juegos de hace cuatro o cinco años para reflejar el presente. Transistor condensa la idea de todo lo que debería ser un indie: un juego corto, llamativo e ingenioso. Además, Transistor se siente como una experiencia cohesionada, un todo en perfecta armonía, un lujo para el paladar. Viva Transistor, viva.