Recién acabado el fantástico primer libro de Jaume Esteve Gutiérrez sobre la época dorada del software español, me he dado cuenta de las continuas similitudes con el nuevo movimiento indie. El inspirador relato de Ocho quilates (I) nos muestra a unos chavales que dedican su tiempo libre y su ilusión en hacer aquello que les gusta ya sea en un garaje, en una habitación o en el ático de casa de sus padres. Un época en la que conseguir información sobre esos micro ordenadores tan modernos era una auténtica odisea, sin las facilidades que tenemos hoy en día gracias a internet.
Pero avanzando hasta el presente, me doy cuenta de que es un ciclo que ha dado la vuelta y ha vuelto a repetirse. En un mercado colapsado por taquillazos, se ha vuelto a las raíces, a los juegos de limitados recursos que rememoran aquellos tiempos mágicos. Si bien es cierto que las herramientas son mucho más potentes que las de entonces y crear un juego está al alcance de todo el que sepa deshacerse de la pereza, las bases son exactamente las mismas.
Un juego creado en un cuartucho con un amigo puede convertirse en la sensación del momento, y no solo eso, sino que incluso uno mismo puede echarse toda la aventura a la espalda y publicitarse fácilmente en la red con la ayuda de redes sociales, portales dedicados y demás. La relación entre retro e indie va mucho más allá, poniendo en común, en muchas ocasiones, el apartado gráfico/técnico y es que el aspecto retro o píxel de muchas producciones independientes son fruto del escaseo de recursos. El píxel es bonito, nos acerca a tiempos pasados que fueron mejores y bla bla, pero lo cierto es que volver a los sistemas más básicos de creación es tan sencillo como satisfactorio.
De todos es sabido que no hace falta ni una gran inversión ni un extenso equipo, solo ganas y constancia, ese escaso y primordial atributo. Por supuesto que no hablo de los desarrolladores que nacen con mentalidad empresiarial sino de los que crean desde lo más profundo del estómago, con pasión.
Trabajar con escasos medios, con la lógica diferencia entre épocas, provoca un incremento en imaginación y en fullería. Que ese juego que queríamos hacer cambie a raíz de las limitaciones técnicas puede provocar que consigamos algo mucho más original o retorcido. Trabajar con limitaciones impulsa todo lo demás. La principal diferencia reside en que por entonces todo aquel ajetreo informático era un acontecimiento pionero en el cual prácticamente cualquier cosa se aceptaba con entusiasmo, y ahora hay que ofrecer algo más, dar vueltas de tuerca a mecánicas manidas o sorprender con artes visuales o sonoras que se salgan de lo común.
El saber como los hermanos Ruiz empezaron con la idea de crear un fanzine sobre programación, crear un primer juego de nombre Yenght (1984) que recibiría el honorífico título de «la primera aventura conversacional en castellano» y tras un barullero anuncio en una revista de la época empezar a verse desbordados por los contínuos pedidos, es todo un baño de inspiración y una sensación de «todo es posible» que asusta.
Lo fácil que lo tenemos hoy en día en cuanto a herramientas e información lo tenemos en contra en cuanto a demanda, pero lo que está claro es que no hay tanta distancia entre esos tipos que alucinaban con sus ZX Spectrum y los nuevos desarrolladores indie que empiezan con esa aparente inocencia, justo antes de que una grande los reclame (en el mejor de los casos).