Decía Marc Chagall, pintor francés muy bien considerado dentro del movimiento surrealista, que «el arte es sobre todo un estado del alma». Razón no le faltaba. Si elevamos los videojuegos a la calidad de arte, observamos como un videojuego transmite a cada persona un estado diferente al alma —en el caso más metafísico o religioso—, que al lado más terrenal se traduce como una emoción. Los juegos indie, que no estan exentos de esta aceptación, también han sucumbido a su carácter más abstracto. Al de interaccionar con el jugador, creándole incertidumbres sobre lo que ha jugado.
Desamparo. Limbo — PlayDead Studios (2010)
Por Eduardo Garabito ‘Johnny Darko’
Siluetas dentro de siluetas, y los fantasmagóricos ojos de un crío como único y tenue fulgor en un camino tan oscuro como el destino que aguarda tras cada mal paso, celebrando la muerte con un chirrido y el repentino abrazo del metal. El olor de la sangre es el único compañero en la negrura, pues en Limbo hasta la música desaparece en pos de la soledad, que yace moribunda a los pies del eco, descomponiéndose bajo el zumbido de unos insectos invisibles, únicos acompañantes —y escaso consuelo— en la aventura de un niño aterrorizado y solitario. Resonar de pasos y la muerte, escondidos en las siluetas.
Pocos juegos transmiten tal sensación de desamparo como la que consigue Limbo. La completa indefensión del protagonista y la atmósfera opresiva son solamente dos elementos en un escenario en el que cualquier pieza que emerja de entre las sombras es una potencial (si no casi segura) amenaza de muerte. Dejar a solas a un crío para que resuelva un puzle es un feo detalle. Abandonarlo en una habitación oscura y llena de peligros para que haga lo propio es una temeridad. Pues bien, el siguiente paso en la sucesión es Limbo. El desamparo de una criatura carente de cualquier tipo de ayuda, siquiera su propia existencia. Eso es Limbo.
Lujuria. Intrusion 2 — Vap Games (2011)
Por Adrián Raya ‘Unforgiven’
Ayer le volví a ver. De pasada, ya que yo tenía prisa. Sitios a los que ir, amigos que saludar, ya sabes. Excepto que era mentira. En realidad me iba a pasar la tarde comiendo cacahuetes y viendo porno amateur ruso. Y pensando en él, tanto como me fuera posible. Pero no podía decirle eso.
No hubo conversación como tal. Más bien el encuentro fue una sucesión de sentimientos enfrentados y miradas al reloj. No debería estar haciendo esto, le dije. Él se contorneó como sólo él sabe hacerlo, con unos movimientos que hacían equilibrios entre la sensualidad y la pura comedia. Observa cómo el tronco que has tirado acaba de aplastar a esos enemigos, me susurró. «Mira cómo el lobo que montas se disloca la clavícula para poder colocarse sobre el escenario», dijo juguetón.
Yo no quería hacerlo. Qué demonios, sí que quería. Pero entonces salieron los tentáculos mecanizados. He visto suficiente hentai como para saber lo que significaban, y reaccioné como solo puede reaccionar un hombre sano ante semejante panorama. Disparé, una y otra vez, el fruto de mi frustración por toda la pantalla, y él hizo lo propio conmigo. No me extrañó, teniendo en cuenta que fue creado fruto del onanismo de un único programador con grandes ideas y bajo presupuesto.
El ritmo aumentó, y con éste mi respiración. Los jefes finales eran mas de lo que mi cuerpo podía soportar, o al menos eso creía mientras me forzaba a mi mismo, hasta que finalmente no pude mas y alcancé la culminación. Avergonzado de lo que había hecho, me fui sin despedirme siquiera. Tal vez porque sabía que, una vez que había conocido tal placer, tal lujuria, me iba a ser muy difícil despedir un juego como Intrusion 2.
Odio. Hotline Miami — Dennanton Games (2012)
Por Jesús López ‘Alex Súbaru’
La explosión de adrenalina que estalla al reventarle la cabeza, un chorreo de sangre comienza en su cráneo y termina en el suelo, segundos después tras acabar su cuerpo tendido. La satisfacción de manchar una alfombra que vale más que su vida, y ni siquiera limpiarlo. El cadáver es un buen trofeo, como el de un inocente oso pardo.
La agresividad de Hotline Miami añadida al sentimiento del «meimportaunamierda» de la música es un combinado peligroso pero divertido; la psicopatía que transmite me convierte en Sylar, que destroza o mutila para recibir respuestas y en mi caso una nueva entidad. Una máscara que oculta mi falso ego, el que se levanta por la mañana para trabajar en una gran compañía y por la noche gana perras programando aplicaciones de dudosa legalidad con la misma intención: una de esas vidas tiene futuro, la otra no, Sr. Anderson.
Con el anonimato, el me importa un comino y un arma bien afilada he alquilado nuevas habitaciones en el hotel de el diablo, y seguramente me lo esté agradeciendo, porque aún sigue sonando el teléfono para hacer más trabajillos de fin de semana. Tal vez sea para cargarme aquel cliente al que imaginé abrirle el gaznate como un dispersador de pastillas Pez, y cortarle los grandes cojones que tenía —metafóricamente a desgracia de la mujer— por atreverse a hablarme de tal manera.
HotLine Miami podría estar ambientado en la actualidad, en cualquier ciudad, como en la canción de Jay-Z, «Empire State of Mind», todos nos sentimos reflejados: el odio, posteriormente la ira; el deseo de un genocidio sanguinoliento y doloroso a una minoría que nos ha tocado la moral está a la orden del día del técnico informático. Gracias a Dennaton Games que os ha perdonado la vida, es el videojuego que hace que me desahogue antes de irme a trabajar.
Frustración. The Binding of Isaac — Edmund McMillen y Florian Himsl (2011)
Por Xabi Pérez
Ayer, tras un mes y pico sin tocarlo, reinstalé The Binding of Isaac. Me eché una partida para rememorar lo que me hizo dedicar 211 horas de mi vida a completarlo íntegramente. Los 97 secretos. Los siete personajes. Los 198 (sí, ciento noventa y ocho) objetos coleccionables. Las tardes totalmente tiradas a la basura en un juego donde da igual morir a los cinco minutos que a los cuarenta: si mueres, te muerdes el puño, haces lo propio con la lengua, y vuelves a darle a «New Game».
Y es que en los roguelike no hay distinción entre morir como un héroe o como un cobarde. El caer o no en la misma piedra en The Binding of Isaac depende, no ya de tu suerte, sino de tu grado de tolerancia ante su ausencia total. Pasearse por Depths 2 puede ser una pacífica mañana recogiendo moras. También puede ser un sábado noche en una prisión turca.
¿La diferencia? Bueno, si le has vuelto a dar a «New Game» ya deberías saberla: el juego te ha picado. Te has encabronado de tal manera muriendo contra ese Gurdy Jr. que has salido al escritorio. Has tenido un rato el runrún en la cabeza, y has vuelto a meterte al juego. Sientes que por tu cabeza recorre la frustración. Tienes 124 juegos en Steam, y The Binding of Isaac te tiene tan cogido por las pelotas que te importan más bien poco. Solo quieres volver a matar a ese Gurdy Jr. Y a los jinetes del apocalipsis. Y a Mom, claro. Mom es la que va a acabar pagando los platos de tu incompetencia.
Miedo. Dungeons of Dredmor – Gaslamp Games (2011)
Por Víctor Paredes ‘viwalls’
La leyenda de Lord Dredmor aterrorizaba como terroríficos cuentos a los niños, y también a los adultos. Al principio, cuando era pequeña, me aterraban esas historias. Pero pensaba que al crecer me dejaría de tomar en serio esas historias que deambulaban por los alrededores, hasta que empezaron a aparecer señales de que a su mal le faltaba poco para resurgir de nuevo, y los años pasaban dejando clara la única solución: todos necesitaban a un héroe. Pensé que desenmarañar una estúpida e incierta leyenda me daría un buen puesto y reconocimiento como para poder vivir de ello. Qué ilusa era, ya que nada más encontrarme con la ubicación de la mazmorras de Dredmor, una de esos cuentos que juzgaba inexistente, las piernas me temblaron. «Tan sólo es una estúpida leyenda», murmuré.
Pero eso no fue lo más espantoso. Lo peor es que por orgullo descendí por las escaleras, y una vez dentro, una verja se desplegó tras mis pasos dejándome sin escapatoria alguna, detalle del que me arrepentí cuando me sentí a punto de orinarme encima.Y no me quedaba otro remedio que cumplir mi cometido.
«Quizás pueda lograrlo», pensé. Qué ilusa era.
Tras andar un poco, encontré una especie de pájaro con aletas, y lo que parecía ser un pico con el que se podía excavar en la tierra. El pájaro cuidaba de un huevo y un cofre cerrado, y nada más verme se volvió hostil mientras repetía sin pausa un «te odio tanto» que se clavaba como un puñal. Era bastante mono además de un pecado contra la naturaleza, por lo que tras comprobar el panorama decidí desenfundar mi espada y arremeter contra él. Todavía no entiendo por qué en vez de tratar de escapar de él arriesgué mi vida. Quién iba a pensar que este bichejo era tan peligroso. Huí como pude, exhausta, y acabé arrastrándome hasta el primer lugar donde pudiese esconderme, en un intento de darle esquinazo que aproveché para consolarme y dejar de temblar. Fue realmente cuando conocí el miedo.
Nostalgia. Braid — Jonathan Blow (2008)
Por Mariela González ‘Scullywen’
Amado por algunos, denostado por otros tantos, una pátina de vino añejo recubre a Braid a estas alturas, pero no por ello deja de ser merecedor de ser nombrado en este espacio. Más allá de sus particularidades jugables, el verdadero valor de este título se encuentra en cómo entrelaza su aspecto visual onírico y su banda sonora para tocarnos en una fibra muy sensible, una cuerda que vibra inevitablemente en cada uno de nosotros, sean cuales sean nuestras circunstancias personales particulares: la nostalgia.
Quizás quienes hayan jugado a Braid puedan pensar, en un primer momento, en otras emociones que parecen más visibles en su desarrollo. El arrepentimiento, la pérdida. ¿Pero no son ambas, por otro lado, dos de las hebras que se entrelazan en esa peculiar trenza que es la nostalgia, cuyo abrazo recibimos con una sonrisa que puede ser cálida y amarga a la vez?
La mecánica que define a Braid, el manejo del tiempo de muchas maneras diferentes, es la misma que conforma los engranajes de la nostalgia: ese tiempo que anhelamos y que revivimos en nuestra memoria una y otra vez, rebobinando y avanzando, recomponiendo, arrepintiéndonos y quizás rehaciendo hasta conformar una realidad paralela donde nos refugiamos con regocijo.
Quizás lo más interesante, lo más poético de la nostalgia es que aflora en nosotros sin que podamos dar una definición clara. Lo normativo no le hace justicia, y aunque por nuestra naturaleza le hemos asociado una serie de términos (desde el ámbito de la psicología, desde el arte, desde la lingüística), en el fondo es una sensación que nos imbuye sin querer, sin pensar; una necesaria vía de escape que muestra que, sí, el tiempo es una vaguedad que nosotros mismos podemos manipular aunque sea en nuestra mente. Y eso nos enseña también Tim en su viaje por escenarios procedentes de un sueño en su búsqueda del perdón y la identidad; un reflejo de nuestra necesidad de caer, de vez en cuando, en el dulce anhelo del recuerdo.
Euforia. Audio Surf — Invisible Handlebar (2008)
Por Toni Martín ‘Pixelsmil’
No hay nada más poderoso que una canción para moldear o potenciar una sensación o sentimiento. A todo el mundo se le ha puesto la piel de gallina con algún tema en particular, despertando algo tan fuerte que no se puede explicar con palabras. Esa es la razón de que Audio Surf sea tan especial y único ya que nos permite disfrutar, de una manera tangible, de todos los matices que a veces se nos pueden extraviar en medio de riffs y ritmos bailongos.
Audio Surf funciona con cualquiera de nuestros temas preferidos ya que genera un escenario adaptado a las condiciones de las canción, basándose en el espectro del sonido. Cada recorrido es único y los efectos que inundan la pantalla nos embarcarán en un veloz viaje psicotrópico que nos llevará a lo más alto. Lógicamente unos temas funcionan mejor que otros y es que cualquier tema dubsptep viene al pelo con sus ritmos cortados y sintes potentes, mientras que un tema pop podría no resultar tan gratificante.
Tras la vistosidad del programa se esconde un sencillo puzle (adaptable a nuestra destreza), que es la excusa perfecta para ponernos a los mandos de una futurista nave que modificará su velocidad a razón de los bpm. Una vez lo pruebes ya no podrás evitar recordar ese momento en el que la carretera subía hasta el cielo y caía en picado, a toda velocidad, en el climax del estribillo.
Elige el tema más potente de tu disco duro o deja que te ayude; bájate la demo, consigue el tema «Lump» de James Holden y déjate llevar por ese extravagante inicio y ese explosivo final. Euforia, no te arrepentirás.
Relajación. Osmos — Hemisphere Games (2009)
Por Sergio Ochoa
Actioni contrariam semper et æqualem esse reactionem («Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria»
Unir organismos unicelulares es la premisa con la que cuenta Osmos, un puzle revolucionario que funciona como un sensacional laxante para nuestro cerebro. Ideal para evadirse del mundo exterior. Desde el primer momento, sus serenos y sugerentes sonidos suenan como recital de música new age que nos transportan a un ecosistema de motas en el cual debemos llegar a ser la dominante. Ese objetivo, por complicado que parezca, es interpretado por el cerebro humano como el complemento idóneo para llegar al punto álgido de la relajación, alcanzar la tranquilidad, y conseguir la paz interior.
Pero la gran baza de Osmos es que, con laLey de acción y reacción de Newton o sin ella, los numerosos niveles desarrollados por Hemisphere Games son suficientes para crear un universo de células extraordinario. En este preciso momento es cuando el juego se dispone a interactuar directamente con el jugador, pues la paciencia recalca el uso de la geometría, nuestra capacidad como físicos se pone a prueba con la fuerza gravitatoria, y por último, controlará nuestros impulsos, ya que la interacción con moléculas no deseadas estará penada con la persecución.
Sin embargo, el remanso de serenidad que transmite este juego nos hace preguntarnos que si se tratara Osmos de un disco musical, sería «el disco» chill-out por antonomasia. De ser una actividad física, este título actuaría de la misma forma que el yoga para nuestro cuerpo. Como modo de vida tomaría el rol de la filosofía Zen. O la valeriana officinalis que tomamos contra el estrés. Pero como su naturaleza original es la de pertenecer a los videojuegos, Osmos es único en su especie, un especimen digital todavía sujeto a investigación.
Asombro. Universe Sandbox — Dan Dixon (2008)
Por José Pérez ‘Locke’
Nunca hay que dejar de asombrarse. La capacidad de asombro ha sido clave en la historia de la humanidad ya que es precursora directa de la curiosidad, motor que nos lleva a buscar el conocimiento. Por desgracia para nosotros, se trata de una sensación que vamos perdiendo a medida que avanzamos en edad y las situaciones de la vida nos hace inmunes ante las nuevas experiencias. Recuperarla podría ser tan simple como sentarse, dejar la mente en blanco, olvidándonos de ideas preconcebidas y observar, tan solo observar. Pronto nos daremos cuenta de lo complejo y sorprendente que es todo a nuestro alrededor, mucho más que lo que estamos acostumbrados a pensar.
Esto es exactamente lo que podemos experimentar con Universe Sandbox. Como si de juguetes se trataran, ante nosotros se disponen planetas, satélites, estrellas, galaxias… y nosotros, como el infantil dueño de tan increíble colección, jugaremos con todos ellos, los moveremos, experimentaremos multitud de situaciones, e incluso los destruiremos en choques inverosímiles. El resultado al final de cada partida siempre será el mismo: observar pasmados, embobados, asombrados, el resultado de nuestros experimentos, descubriendo a su vez que la sensación es bastante placentera. Y es que jugar de esta manera con el universo es verdaderamente maravilloso. La belleza y complejidad puestas en escena por el simulador de Dan Dixon para representar, por ejemplo, la pausada colisión entre dos galaxias hace salir al inocente niño que cada uno llevamos dentro, quedando profundamente fascinados, primero, por la escena que estamos presenciando, y segundo, por lo insignificantes que descubrimos ser en este universo. No le faltaba razón a Jostein Gaarder en su obra El Mundo de Sofía (H. Aschehoug & Co., 1991): nunca hay que dejar de asombrarse.