Visualizad al protagonista arquetípico de las historias medievales. Ya sea nacido en la alta alcurnia o en la más absoluta de las pobrezas, es un héroe, normalmente un apuesto varón, nacido para el triunfo. Atravesará mil y una dificultades, sufrirá heridas y se verá obligado a tomar terribles decisiones, pero acabará saliendo indemne para poner fin al mal que atenaza al mundo. Probablemente acabe conquistando a alguna damisela, puede que incluso acabe sus días sentado apaciblemente en el trono que otrora perteneciese a un malvado regente. ¿Lo tenéis en mente? De acuerdo, es hora de aplicar el método George R.R. Martin: el medievo es feo, el medievo es implacable y en el medievo no te puedes encariñar de nadie. DE NADIE.
Hay mucho de frustración en la primerísima partida que juguemos a Rogue Legacy. Es más que probable que nuestro héroe —o, aquí sí, heroína— no llegué más allá de dos habitaciones, tres a lo sumo. Es el cruento destino de la familia protagonista del juego: la muerte acecha en cada esquina. Y como diría aquél, «no hay continuación, amigo». Si tu héroe muere, lo hace para siempre.
¡Un momento! ¿Eso es todo? ¿Es Rogue Legacy un juego lastrado por una dificultad desmedida? No, claro que no. Al menos no del todo; la empresa de desentrañar los misterios del Castillo Hamson no es tarea de un héroe, sino de una familia entera. Y, afortunadamente, una en la que gozan de una fertilidad inusitada. Allá dónde caigan los padres, se pondrán a nuestra disposición tres hijos diferentes, cada uno con su especialización. Y con sus particularidades.
¿Particularidades? Desde luego. Así como nacemos hombres o mujeres, altos o bajos, con ojos verdes esmeralda o miopes perdidos, nuestros descendientes podrán tener ventajas o taras que afectarán a cada partida. Elige a un retoño que tenga dislexia y no podrás leer ningún texto en condiciones. Aventúrate en cambio con ese con enanismo y podrás colarte por huecos por los que antes no podías pasar. La gracia es descubrir los traits por ti mismo, así que os animo a que os dejéis sorprender por el juego.
La impredecibilidad no se limita al personaje. Cuando el héroe muera, el castillo se transformará por completo, volviendo a aparecer todos los cofres, sí, pero también todos los enemigos. Pero antes de que lo digas, no: no tienes que pasarte el juego del tirón. Pese al carácter eminentemente aleatorio del juego, hay dos elementos que perduran entre las distintas generaciones.
El primero es, por supuesto, los objetos que consigamos, empezando por el dinero. Todo el oro que ganen los héroes caídos lo podrán usar sus descendientes para mejorar la mansión familiar, en la que se irán desbloqueando distintos perks permanentes para las partidas posteriores. Desde empezar con más vida a desbloquear nuevas clases, pasando por la compra de equipamiento, os adelanto que Rogue Legacy es un juego en el que cada moneda cuenta, y sacará vuestro lado más ruin y avaricioso.
Pero si pensáis que la cuestión es amasar dinero irreflexivamente, el juego tiene una forma de pararnos los pies, y su nombre es Charon. Caronte, como conocemos en Hispania al barquero del Hades, espera en cada partida a la puerta del castillo, y nos obligará a darle TODO el dinero que tengamos para continuar. Esto hará que nos tengamos que esmerar un poco más en cada partida, obligándonos a gastar todo el dinero que tengamos antes de volver a intentarlo.
Entre los demás objetos nos encontraremos runas, escondidas en cofres que pondrán, literalmente, nuestros nervios a prueba. Estas runas nos conceden habilidades nuevas, como saltos adicionales, mayor velocidad o más dinero. También, si somos suertudos, nos toparemos con recetas de equipamiento que entregar al herrero a nuestro servicio.
Todo con el objeto de derrotar al segundo elemento permanente: los jefes finales. En las cuatro zonas del castillo se esconden cuatro bosses —a cada cual más puñetero— cuya derrota actuará como llave para la puerta final en la que se esconde… Bueno, ya veréis lo que se esconde.
Así pues, podríamos decir que la lectura que Cellar Door Games hace de la genealogía roguelike es triple. En primer lugar la obvia: una dinastía de héroes ‘con pero’ como mecánica jugable, en la que nadie —ni tu personaje ni tú— es perfecto. Estas imperfecciones innatas nos obligan a mejorar las estadísticas y nuestra coordinación manos-mente. Cada vez que renacemos, nuestro héroe será un poco más fuerte, y nosotros estaremos un poco más picados por intentar llegar más lejos.
La segunda lectura sobre la genealogía en el juego es recoger el testigo de los que estuvieron antes, e intentar mejorarlo. Me refiero a Ghost n’ Goblins (CAPCOM, 1985), me refiero a Castlevania (Konami, 1986) —lo más correcto sería metroidvania —y me refiero a Spelunky (Derek Yu, 2009), pero hay decenas de referencias y homenajes al mundo del videojuego escondidas. Rogue Legacy es el hijo que adquiere los mejores genes de sus antecesores, pero se esfuerza en no conformarse con ello.
Es quizá la tercera lectura la que me parece más interesante. Repartidos aleatoriamente a lo largo de los —muchos— castillos que nos toparemos, se esconden cuadros en los que se ven escenificados los antiguos juegos del estudio. Lejos de ser un simpático recordatorio gráfico de obras pasadas, se nos permite leer un texto escrito del puño y letra de sus programadores, en el que comentan con brutal honestidad el juego representado, y en el que somos conscientes de que no todos funcionaron como esperaban. Es el discurso patente de la genealogía del propio estudio, un memorando perenne de todos los hijos que nacieron, y de que, pese a que fueran éxitos o malogros, que nacieran entre riquezas en la más profunda de las miserias, los quisieron por igual y les dieron el hueco que merecían en su familia.
Es ese amor, ese cariño hacia todos sus hijos, lo que probablemente permitió a Cellar Door Games hacer lo que ha hecho con Rogue Legacy: un pedazo de titulazo al que debéis jugar, por la gloria de vuestros padres.