Pues me paso casi 10 horas diarias delante del ordenador, delante de esa maraña de nodos que veis ahí arriba. Llevamos un par de meses, Diego y yo dándole forma a una pieza que vamos a presentar en la IF Comp, el concurso más tocho del mundo de la Ficción Interactiva (en Inglés). Es una madeja bien enredada, 179 nodos enredados de manera bien endiablada, y que de una punta a otra lleva unos 15 minutos. Sí tíos, hacer Ficción Interactiva es jodido, crees que tienes algo con esos 179 nodos pero resulta que el jugador medio se los ventila en 15 minutos (fuck). Pero bueno nada que un buen cineasta, músico, o creador de stop-motion no sepa bien. Por tanto hoy voy a ser breve breve, tengo que volver a la maraña y arreglar una guerra que ocurre en un laboratorio escondido en un parking.
Hoy es el día en que me marcho de Jamdara Inleu. O al menos, es lo que pretendo. En la práctica no tengo por qué esperar más: he reunido los materiales que necesito para un viaje sin complicaciones, he explorado todo lo que parecía explorable. Solo debo escoger el rumbo y lanzarme de nuevo a esa incierta senda que me llevará, eso me han dicho, al centro del universo. Sin embargo, miro a mi alrededor y no lo veo tan sencillo. El arraigo, la sensación de pertenencia, me anclan al suelo; me impiden levantar la mirada y anhelar otra cosa que no sea descubrir nuevos parajes en ese horizonte erizado de montañas.
Pues aquí estamos de nuevo, como si no nos hubiéramos ido nunca. Un poco más sabios, que siempre queda bien decirlo. Más reducidos en número, pero igual de entusiasmados. Y qué mejor fin de semana para retomar los Diarios del Desarrollador que el de PAX West, en Seattle del 2 al 5 de septiembre. Le hemos echado el ojo a algunas novedades interesantes, dentro y fuera del evento. ¡Levamos anclas!
Nosotros, como los buenos programas de televisión y los malos blockbusters, no estaremos este verano. Aunque de verano ya llevamos un buen trecho, lo puedo notar en mi casa entre las 5 y las 8 de la tarde, cuando el sol golpea de forma inclemente por mi ventana y provoca que mi habitación se ponga a 40 y pico grados. En ese momento, me retiro hasta el salón y pongo el aire acondicionado mientras hago cualquier cosa que no implique llevar ropa. Así que este no es un adiós, sino un hasta septiembre, que agosto es muy cansado.
Estoy seguro de que ya tengo un Diario del Desarrollador previo que se llama como este. Por eso lo de la segunda parte. Y ya sabes el rollo como va. Locomalito empezó a hacer juegos que echaba de menos de los cuales había mamado en consola y ahora las consolas demandan ese tipo de juegos y publican los juegos de Locomalito. Con la ayuda de Abylight un círculo se cierra, y de alguna manera, incluso para los que no creemos en este tipo de chorradas, nos sentimos un poco como Paulo Cohelo cuando le entra un cheque en el buzón: el universo funciona como debiera.
Escojo al más grande de todos. El juego me dice que no será fácil manejarlo, pero me da igual. Camina un tanto encorvado, con la cabeza por delante, buscando pelea. Hay otros tres en la arena, conmigo. Estamos atrapados. Luchamos entre la lava y el metal. Intento encadenar una serie de golpes. No puedo completarlos. Alguien me atrapa y me devuelve todo el daño que pensaba provocar. Una bestia gigante salta a la arena. Y nadie sabe ya qué hacer.
Mi piso se me hace enorme. Cuando estoy solo, que es un noventa por ciento del tiempo, lo oigo crujir, rechinar, sus paredes sudan y sus puertas y ventanas se baten contra los marcos. Mi habitación se encuentra al final de todo. Nunca sé a ciencia cierta si están llamando al telefonillo y, cuando escucho música, a veces la detengo o bajo el volumen para atisbar algún sonido que creo percibir en la distancia. Mi piso me da miedo a las doce de la mañana.
Si existe un ejemplo del eterno retorno en el mundo del videojuego es el de la discusión del medio como parte de las artes instituidas. El debate parece aplacarse de vez en cuando, una calma chicha que sólo sirve para que resurja con renovada fuerza. A veces es un lanzamiento concreto quien lo instiga, a veces algún comentario desafortunado en un medio de comunicación poco o nada especializado. Otras veces, quizás las más, el simple deseo de aportar un granito de arena desde la experiencia o la teoría por parte de alguien ansioso por entrar en ese «patio de los mayores», al que parece que sólo se accede con el sello del discurso elevado.